15 mayo, 2025

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Gloria

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Nota:
 Hace un año reseñamos el libro 232 días publicado por la Editorial Ces, en el cual el escritor antioqueño Francisco Pulgarín Hernández, da cuenta del duro drama que debió padecer con la muerte de su madre, Edilma, a causa de un cáncer de pulmón. En el libro, el escritor plasma a través de pequeños retratos, llenos de poesía y dureza, los momentos y personas que lo acompañaron durante la enfermedad de su madre y que fueron soporte para esos días aciagos. Una de esas personas, ahora lo sabemos, era Gloria Elena Rodríguez, quien acaba de fallecer luego de batallar por años contra el cáncer. Queremos publicar el texto del libro como un homenaje a la mujer y guerrera que fue Gloria.

Por Francisco Pulgarín Hernández 

En el sueño, por su lomo triste, estaba ella. La veía sin reconocerla, sin saber que ese rostro era el espejo de su propio desamparo. Luego, al despertar, su figura, sus gestos, la falta de aliento, la angustia que viaja por el sueño y que la vigilia no logra desterrar. En el sueño las sombras que la habitan y reclaman su lugar, campanazos, anuncios que se repiten. Luego, el miedo, la profecía que se afianza en su llanto quedo, en la fatiga que persiste a los días, a ese abismo que la cerca desde una pesadilla ajena. También allí su agonía, los estragos, la premonición que no se puede advertir ni conjurar. En el sueño, por su lomo herido, de nuevo ella, su dolor, la traición del cuerpo, su derrumbe, su descanso. 

Una mañana de diciembre del año 2018 me llamaron para decir que me había ganado un premio: debía ir a un gran almacén y escoger, en un tiempo limitado, los artículos que quisiera. Lo creía una estafa, la suerte en esos casos nunca me había sido propicia. Después de mucho averiguar resultó que era cierto: debía ir a Bogotá con un acompañante y reclamar el premio. Fui con Edilma. Escogió, como era de esperar, los regalos pensando más en Juliana y en mí que en ella. Acepté todo sin recelos, lo vi como una recompensa de la vida más para mi madre que para mí. Esa tarde Edilma conoció a Gloria, una amiga que estaba en la ciudad y quiso acompañarnos. Después mientras regresábamos a Medellín me dijo que sentía como si conociera a Gloria de toda la vida. 

Durante los días siguientes, varias veces soñó con Gloria, para Edilma esto no era más que una forma de afianzar la empatía de aquella tarde. Dos meses después fue el diagnóstico, el miedo, los dolores. Gloria siempre estuvo ahí, ya no el sueño, sino en esa realidad caótica de la enfermedad que ella, en su momento, también había padecido y superado. Una tarde de quimioterapias sonó el teléfono, era Gloria, ya sabía porque mi madre soñaba con ella: el cáncer había vuelto. Cuando se lo conté a Edilma me miró desconsolada, pobrecita, dijo, y apretó mi mano con las pocas fuerzas que tenía. La semana que Edilma murió una de las pocas personas a la que quiso ver fue a Gloria. 

Con el tiempo entendí que haberme ganado aquel premio no fue más que una especie de compensación infame que la vida nos ofrecía por todo el dolor que nos aguardaba. Tengo miedo al azar y sus bondades.

Ahora que el tiempo y la distancia me dan otra perspectiva entendí que el verdadero premio de aquel diciembre fue que mi madre conociera a Gloria. Más aún, que en los meses últimos hubiéramos podido contar con su presencia que tantas veces iluminó la larga oscuridad que nos atravesaba. 

Hablo mucho con Gloria y cuando creo derrumbarme siempre tiene una palabra para alentarme a seguir. Admiro su valor, su capacidad de batallar, de no rendirse nunca.