29 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Gertrudiz Potes y los 50 años de Cóndores

@eljodario 

Por Carmiña Navia Velasco

EN  https://www.elpais.com.co/especiales/impreso/viewer.html 

“…Gertrudis Potes queda definida como la señora del bastón de plata con el cual rompe faroles o tradiciones, para mostrar a todos que carece de miedos y de escrúpulos a la hora de defender una verdad escondida detrás de los cadáveres…” 

La violencia en Colombia ha sido narrada muchas veces y continúa narrándose. Pájaros y sicarios, atrocidades de antes, atrocidades de hoy. Es innegable que la novela de Gustavo Álvarez Gardeazabal marcó un hito en esas narraciones, la prueba de ello fue lo rápidamente que se “canonizó” y las múltiples ediciones autorizadas o piratas que se sucedieron rápidamente. Ante esta edición conmemorativa de los 50 años de su publicación, he repetido, una vez más, muy placenteramente su lectura. Definitivamente el sabor que nos deja resulta inigualable. 

A lo primero que me quiero referir es a la “Oda a Pasto” que, en esta ocasión, precede a la novela. Este texto nos deja ver un rostro bastante desconocido de su autor. Torobajo y Pasto se convierten en un lugar mítico de la literatura nacional por cuanto albergaron la génesis de una obra clásica la que ahora leemos, y además la de La tara del papa, -otra de las mejores novelas de esta pluma, aunque su recepción haya sido distinta- y a juzgar por las afirmaciones de Álvarez Gardeazabal no fueron simplemente un testigo inerte y mudo sino por el contrario un nicho actuante que se convirtió en hogar del escritor. Un hogar recurrente en momentos de cotidianas y/o esporádicas oscuridades existenciales. 

Y nos adentramos de nuevo en la historia del Cóndor. He escrito varias veces sobre la obra de Gustavo y por tanto no repetiré ahora. Quiero sólo acusar algunos ejes que se me hicieron claves en esta nueva relectura. Creo que una de las cosas más logradas de la escritura de este autor es la forma en que construye sus personajes. A la manera de los pintores impresionistas, el narrador apunta frases sueltas y contundentes que, al calificar con una economía poética extraordinaria, definen en un trazo una personalidad o una memoria. De esta manera quedan grabadas en los lectores, mujeres como Agripina o Luisa de la Espada que acompañaron a León María a lo largo de todos sus años de vida, sin llegarse a enterar realmente con quién era que compartían la cama y la comida. 

Igualmente, Gertrudis Potes que queda definida como la señora del bastón de plata con el cual rompe faroles o tradiciones, para mostrar a todos que carece de miedos y de escrúpulos a la hora de defender una verdad escondida detrás de los cadáveres. 

Pero indiscutiblemente el personaje mejor logrado, más acabado y querido por su autor, es Tuluá. Tuluá que deja de ser un municipio, para convertirse épicamente en un actor que se configura paso a paso a través de la obra y que construye su memoria en base a chismes y decires que corren inicialmente por sus calles, después en los periódicos de Bogotá y finalmente por las páginas de las revistas gringas. 

Ese espacio que, cuando arranca la novela, está lleno de vida y florece en sus comercios, en la galería, o en la boca de sus chismosos de oficio y que después del vendaval arrasador de muerte, queda convertido en ruinas, es registrado así por esa voz narrativa anónima: 

Gertrudis Potes dio alaridos. Paseó por la calle Sarmiento y contó treinta y seis almacenes cerrados y once locales desocupados. La galería no vendió ni siquiera la quinta parte de sus ventas de día lunes, y los hijos de don Marcial tuvieron que apagar las máquinas de la imprenta porque nadie mandó a hacer trabajo… 

Y finalmente León María Lozano, con su asma y su voz gangosa de amanecido. Configurado definitivamente como un héroe que se convierte en la encarnación misma del mal. Las pinceladas lo definen como un ciudadano ejemplar que no se sale del carril establecido en ninguno de sus momentos hasta que poco a poco se filtran en el bar las ráfagas de una moral del poder que niega al otro. León María -el personaje, vaya a saber si el real también- hace pensar en la banalidad del mal propuesta por Hannah Arendt. 

Según esta categoría, Arendt explica que los nazis cometieron sus crímenes prácticamente sin conciencia de lo que hacían porque se limitaban a cumplir las órdenes que les llegaban. De la misma manera Lozano, el cóndor, lo que hace es llevar a la práctica ciegamente, las indicaciones de los doctores de Bogotá y de Cali. Igualmente, sus pájaros y los hombres a su servicio: 

De todos sus pescuezos colgaban escapularios del Carmen. La mayoría iba a misa todos los domingos y comulgaba los primeros viernes… 

Poca es la diferencia que encontramos con los primeros sicarios de Antioquia y sus invocaciones a María Auxiliadora para que no les temblara el pulso y pudieran coronar el trabajo para llevar a la mamá el fruto recibido. 

Podemos pensar que si León María Lozano hubiera sido juzgado o interrogado sobre los miles de muertos que tenía sobre sus espaldas sus respuestas habrían sido como las que describe esta autora, en su libro: Eichmann en Jerusalén, que dio este asesino, durante su juicio en Jerusalén: el cumplía la palabra del Führer, el cumplía la ley…

Desde estas páginas doy la bienvenida a los próximos 50 años de Cóndores no entierran todos los días y a lo que seguirá diciendo a las generaciones próximas.