20 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Gardeazábal y su diálogo de sordos

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@eljodario 

Por John Saldarriaga  

Rio de Letras  

Un día de 1991, casi seis años después de la tragedia de Armero, visité, en compañía de amigos, el sitio del desastre. Caminamos por un desierto de barro seco, sin árboles, aunque con algunos hierbajos aquí y allá, y cruces de palo diseminadas por el vasto espacio inclinado, en las que se leían nombres garrapateados en el travesaño. Mejor dicho, un vasto cementerio, hasta con huecos destapados en cuyos fondos se veían huesos, ocupaba el territorio de lo que fue ese pueblo tolimense de tierra caliente. 

Y creo que se nos pegó la maldición de Alvarado, porque, el regreso nocturno a Medellín estuvo acompañado por un diluvio a través del cual apenas si podía verse la carretera y, lo peor, se varó el campero en el que viajábamos y nos tocó empujarlo en pleno aguacero, por un terreno algo ascendente, hasta una estación de servicio en la que pernoctaban camioneros en sus tractomulas cerradas. 

La maldición de Alvarado la mencionan en esa región tolimense. Fue proferida en el siglo XIX por don Pedro Alvarado, tras la pérdida de su mujer. No pocos atribuyen a esa tal execración que Armero haya sido borrado del mapa. Lo cierto es que la catástrofe confirmó lo que muchos creían: que el nevado era un león dormido. Y ese león, de un manotazo o, más bien, de un escupitajo de ceniza y piedra pómez derritió las nieves no tan perpetuas y anegó los ríos que pasan por esa población de poco más de 25 mil habitantes, y acabó con todo. 

También, un día de 1991 apareció la primera edición de Los sordos ya no hablan, de Gustavo Álvarez Gardeazábal, novela del género de catástrofes, en la cual vuelve a suceder ese que es uno de los episodios aciagos de la historia de Colombia, la tragedia de Armero, ocurrido el 13 de noviembre de 1985. Ahora la obra es reeditada por el Fondo Editorial Unaula, de Medellín.  

Ocho Notas Profanas, las columnas periodísticas del tulueño publicadas en periódicos de Cali y Manizales, conforman la columna vertebral, el hilo conductor de esta novela, que también es crónica. En ellas, el autor advertía con preocupación lo que había conocido de fuentes avisadas: la inminente erupción del volcán. Las fuentes eran Fray Pedro Simón, el cronista del siglo XVI que en sus Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales habló de la actividad de ese volcán, al cual llamaba de Cartago; un veterano piloto colombiano de nombre Guillermo Cajiao, quien suministró al escritor fotografías del cráter en las que se notaba que el gigante estaba más despierto que nunca; un científico francés de apellido Tazzief… Todas ellas mencionadas en las columnas y recordadas en la presentación de la nueva edición del libro. Pero nadie le escuchó. Y a sus clamores —sí, lo de Álvarez Gardeazábal en esas columnas eran más bien súplicas— de que le prestaran atención al fenómeno, que la lluvia de ceniza que habían soportado en Manizales y otros sitios no eran asuntos menores, nadie prestó oídos. Y a su petición de que por lo menos instalaran un sismógrafo en algún punto de la ladera volcánica, más bien se rieron: contestaban que con la perra pastora alemana que había en el parador El Refugio tenían suficiente. 

“Me cuentan los que subieron este año al nevado, en la peregrinación anual con las reinas de la Feria, que El Ruiz estaba veteado de amarillo, del amarillo que vomitan los volcanes” (Notas profanas. Enero de 1985). 

Vida cotidiana 

Pero como el escritor sabe que los datos históricos y científicos y las cifras no son nada sin carne y hueso, pobló la novela con las vidas de armeritas que conoció en el tiempo previo a la tragedia, a lo largo de ese año 85, cuando viajó al pueblo tolimense, invitado por el alcalde, a dictar una charla sobre el tema o, mejor, dicho, a sensibilizar a la población sobre la inminente erupción del Nevado. 

El sufrido romance de dos hombres separados por la geografía; la indecisión del sacerdote que, aunque en su interior sabía que algo malo iba a pasar, no se atrevía a advertirlo a sus feligreses; la arrogancia del científico del pueblo; el interés de un estudioso por conocer la historia local, desde un tiempo antiguo de maldiciones… en fin, las tensiones propias de unos individuos y de la vida de una comunidad, con flaquezas y atributos. 

“A Mario Romero le quedó grande la vida. Desde cuando tenía que esconder esas fiebres mariconas que le subían por entre las nalgas disfrazándose en las comparsas de esclavo persa, de amante secreto de Cleopatra, de mandarín chino o de lo que fuera, hasta cuando decidió irse a vivir a Armero porque su madre se había dado cuenta de que vivía con Severo Rodríguez Cajiao, el hijo de los dueños de La Polonia, a Mario Romero le quedó grande la vida”. Son algunos brochazos con los que Gardeazábal pinta a uno de los personajes. 

Y así se inmiscuye en los mundos de cada uno de los seres que, con sus vidas, dan cuenta de la cotidianidad de un pueblo, su imaginario, sus creencias, su idiosincrasia. Una cotidianidad en las que se asoman luchas por el poder, en este caso no tanto el que da la política, sino la posibilidad de influir sobre las personas; una competencia por demostrar a quién le cree más el pueblo raso con respecto a una eventual erupción del volcán, pugna en la que tener la razón resulta más importante que la vida misma. 

El suspenso aumenta conforme va llegando el fatídico 13 de noviembre y la furia del gigante se hace más notoria a cada instante. Y el caos y el pavor que el resto del país apenas imaginó, aquí lo sufre, lo llora, lo huele en la narración detallada del autor tulueño, colmada de palpitante realismo. 

Recordatorio y espejo 

La mencionada saga de columnas que anticipaba la tragedia de Armero ayudó a configurar los apodos de Gurú y Oráculo, con los que algunos se refieren a Gardeazábal. 

“No es mi oficio ser profeta de desastres”, expresó el autor en la columna de mayo de 1985. “Ojalá nada pasara para no quedar como profeta”, reiteró en última de las columnas sobre el tema, publicada unos cuantos días antes de la tragedia. 

En Notas Profanas más recientes advirtió la crisis de Hidroituango antes que nadie en el país. Estos sobrenombres se han fortalecido porque, en su finca El Porce, de Tuluá, funge de zahorí y, como tal, aconseja a cientos de personas, humildes y encopetadas, de la política, los negocios, la vida académica y cultural. 

Pero él mismo ha explicado que no es ningún gurú; que lo suyo no es otra cosa que saber leer la realidad, lo que está pasando, y, con base en eso, sacar conclusiones y atreverse a dar recomendaciones. 

Los sordos ya no hablan reaparece a los 35 años de la tragedia para ser, por una parte, recordatorio de la historia nacional y, por otra, espejo de nuestra necedad, la cual puede convertirse en causa de nuestra perdición.