27 junio, 2024

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Gardeazábal: el que sí sabe de mujeres

Por Miguel Yusti 

Debo confesar que Gardeazábal es de los pocos escritores colombianos a quienes he leído por segunda y tercera vez.

Mi cercanía con su obra literaria lleva casi 50 años, donde he conocido reglón por reglón, letra por letra, párrafo por párrafo, las dimensiones que han tenido cada una de sus novelas.

Su reciente presentación de “Las Mujeres de la Muerte”, su último libro publicado en el circuito de la Biblioteca Gardeazábal, llegó a mis manos con la dedicatoria de “para Miguel, que sí sabe de mujeres”, afirmación esta que se fue diluyendo página por página cuando de nuevo incursioné en “Ana Dolores”, su primera de las doce mujeres, hasta llegar a la “Señorita Raquel”, comprobando que el que sabe de mujeres es Gardeazábal y no el suscrito.

En el 2004, cuando la leí por primera vez en una bella edición de editorial Grijalbo, no alcancé a identificar cómo estas mujeres, atravesadas por la muerte, constituían a través de sus tragedias un diagrama minucioso de la vida cotidiana de un pueblo como Tuluá, que ha podido soportar hasta la fecha una ola gigantesca de muerte y violencia que la tipifica como una sociedad, donde la minucia de la vida de las mujeres convierte la muerte y la guerra en una simbología y se transforma con sus historias a cuestas en mujeres diferentes.

Estas doce mujeres, que son las de la muerte y sus pequeños universos, son distintas a las “madres coraje” y a las abuelas desalmadas de Bertolt Brecht y García Márquez, y mucho menos a su nostálgica Ana Magdalena de En agosto nos vemos.

Gardeazábal ha convertido a estas doce mujeres en un símbolo que en este momento marca un antes y un después, rompiendo los moldes del cuento corto y distanciándose de las tipologías femeninas de la literatura latinoamericana.

Aquí no hay posibilidad alguna de establecer analogías con la “Talita” de Cortázar o las “Úrsulas” de García Márquez, o las bienaventuradas protagonistas de la novela de la Revolución Mexicana, pues estas doce mujeres, encerradas por el número 12, hacen pensar en que Gardeazábal nos ha querido decir que así como hubo doce apóstoles en la última cena, así siempre habrá en Tuluá la marca de las doce mujeres de la muerte.

Yo siempre he pensado, y particularmente en esta segunda lectura, que el mundo literario gardeazabalesco no es el mismo que describió Balzac con sus cortesanas de la comedia humana, sino que llevan la marca de la tragedia griega, el simbolismo de la comedia francesa, la gracia de la picaresca española y el detalle que alguna vez identificó Cervantes en uno de sus entremeses cuando exclamó “Oh mujeres, todas las más mudables y antojadizas”.

Recuerdo que Sartre, refiriéndose al fin del mundo, escribió que cuando este sucediera iba a ser acompañado por la trompeta de Louis Armstrong.

Resulta que cuando terminé y estaba cerrando el último reglón, escuchaba como estos doce relatos estaban amenizados, como si se tratara de la trompeta del furor orgásmico de Angélica Dorronsoro cuando gemía como “llama peruana mientras el capitán chileno, le demostraba que no era en vano, calzaba 45 en sus gigantescos pies”.

Me dice Mauricio Ríos, quien participó a nombre del escritor de la presentación del conversatorio con el autor argentino Pablo Di Marco en la Feria del Libro de Bogotá, que el impacto que se sentía por todos los corredores y las estanterías fue de lo más destacado en esos días cuando el país literario quedó obligado para leer o releer Las Mujeres de la Muerte.