@eljodario
Por Leonardo Medina Patiño
Todos los años, como en un ritual donde él es guía, Gardeazábal cita a sus amigos a celebrar su cumpleaños en El Porce, esa finca fresca a la orilla del río Cauca, adornada de orquídeas y gansos, donde el tiempo es cómplice para alargar las charlas, y la comida se saborea lentamente.
El año pasado, fue la vez primera que acudí al rito, se celebró en un selecto club de Tuluá, a donde acudimos amigos, algunos ya no están, y empezamos a extrañarlos.
Comprobé lo que me habían dicho.
Selecciona con detalle la lista de invitados, cada momento del ritual es supremamente calculado, métricamente diseñado para evitar que no se logre lo prometido: demostrar su cariño a quienes comparten ese festín.
Esto prueba el gran valor que le confiere a la amistad.
Es evidente que, más allá de que un invitado sea encopetado, millonario, poderoso en la política, intelectual destacado, lo que prima es el ser humano, la compañía que él quiere tener en esa fecha, que ya es icónica en la comarca.
Este año, donde ya aterriza en los 79, ha dejado a un lado este rito.
Ha preferido estar en silencio, alejado, atendiendo las prescripciones médicas, deleitándose de los triunfos editoriales, examinando las próximas ediciones de sus libros, entre ellas El papagayo tocaba el violín, sus memorias, que estamos ávidos por leer.
Escuchando a su admirado Bach, cuidando sus plantas, escribiendo y grabando su voz que llega cada mañana por el celular, con datos que solo él obtiene y que sabe compartirlos para estar todos con las pilas puestas.
Son estas líneas una celebración a ese año más de vida de Gardeazábal, y desde aquí pedimos al gran arquitecto del Universo que lo conserve, que conjure cualquier malestar que quiera arrimarse a su humanidad, para festejar sus 80, donde el maestro tirará El Porce por la ventana.
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