27 septiembre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Estamos locos y sin frenos

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Por Ramón Elejalde Arbeláez

Colombia y el mundo parecen hoy un hervidero descontrolado. La sensatez es escasa y, cuando aparece, casi siempre es desoída. El sentido común, que solía ser el cemento de la convivencia, se ha convertido en el menos común de los sentidos. La anarquía y el desorden avanzan como si fueran una moda, mientras la institucionalidad y las normas, que deberían sostenernos, se desmoronan ante la fuerza de los más poderosos. Somos testigos de una sociedad al garete, empujada por los vientos de la manipulación y el egoísmo.

El panorama internacional nos muestra un espejo roto en el que se refleja la violencia y la insensibilidad. Un pueblo (Israel) asesina masivamente a otro (Palestina) en una guerra sin límites morales. Por el hecho —repudiable— de unos secuestros, se arrasan pueblos enteros, se exterminan niños, jóvenes y ancianos, mientras el mundo entero asiste como espectador indiferente de tan atroz genocidio. Tapamos los ojos, cerramos los oídos y seguimos con nuestras rutinas, como si el dolor ajeno no nos tocara. Esta no es la civilización que soñamos; es, más bien, una civilización insensible y cómplice.

En paralelo, algunos presidentes-emperadores, sin control constitucional ni respeto por tratados de comercio previamente acordados, deciden imponer aranceles como quien reparte castigos caprichosos. La arbitrariedad recuerda a Hugo Chávez recorriendo las calles de Caracas, preguntando al azar por los dueños de los edificios y ordenando expropiaciones según su humor o animadversión.

Otros Estados, más poderosos, imponen su ideología valiéndose de su músculo militar y económico. Se apropian de territorios ajenos utilizando tanques y bombas, como en una adaptación del viejo oeste gringo, donde la ley del revólver se impone sobre cualquier noción de justicia.

Lo más preocupante es que estas actitudes autoritarias y caóticas contagian a países como el nuestro. En Colombia, las autoridades regionales o locales, en lugar de acudir a las instancias judiciales que la Constitución ofrece, prefieren llevar sus reclamos a Estados y organismos foráneos, como niños pequeños que ponen quejas en el vecindario.

En el Congreso, algunos parlamentarios bloquean las reformas necesarias para garantizar el recaudo fiscal y sostener al Estado, no por razones de fondo, sino como mecanismo de presión política. En el corazón mismo del poder, militares y civiles se infiltran en la seguridad del primer magistrado de la Nación, un hecho que debería estremecer a la institucionalidad pero que parece desvanecerse en medio de la polarización.

El Consejo Nacional Electoral, por su parte, actúa más como un escenario de disputas políticas que como un tribunal garante de la legalidad. Y mientras tanto, nuestra sociedad acumula una dolorosa lista de candidatos presidenciales asesinados, lo que debería avergonzarnos frente al mundo.

Como si todo lo anterior no bastara, hemos llegado al colmo de nuestras propias contradicciones: el presidente Gustavo Petro, jefe de Estado colombiano, participando en una manifestación en un país extranjero, seguramente muy justa, arengando a la fuerza pública de esa nación para que desconozca a las autoridades legítimamente elegidas. Este hecho, en mi sentir y con todo respeto, no le salió bien al presidente. Un jefe de Estado tiene derecho a opinar, sí, pero su deber fundamental es preservar la diplomacia, la mesura y el respeto a la soberanía ajena; por lo menos, si eso reclamamos, eso debemos dar.

Todo esto nos conduce a una pregunta inevitable: ¿en qué clase de sociedad nos estamos convirtiendo? La pérdida de confianza en las instituciones, la indiferencia frente al sufrimiento humano y la normalización de la violencia nos empujan hacia un abismo peligroso. Cuando se desdibujan las fronteras de la legalidad, cuando los líderes predican con el ejemplo del capricho y la confrontación, cuando la ciudadanía se refugia en el cinismo o en el fanatismo, el país queda sin brújula.

El camino de la sensatez nunca ha sido fácil ni popular. Pero sin sensatez, sin respeto por la institucionalidad, sin defensa del Estado de derecho, no hay futuro posible. Hoy más que nunca necesitamos rescatar lo elemental: la confianza en la palabra dada, el respeto por las normas, la empatía por el dolor ajeno, la certeza de que las diferencias políticas deben resolverse con ideas y no con balas ni con exabruptos autoritarios.

Definitivamente, “estamos locos, Lucas”. Vivimos acelerados, sin frenos, sin mirar las consecuencias de nuestros actos ni los riesgos de imitar lo peor de los demás. El mundo entero parece caminar hacia el precipicio y Colombia, lejos de corregir el rumbo, corre en esa misma dirección.

La esperanza, sin embargo, no está perdida del todo. Aún existen voces sensatas, aunque sean pocas y se escuchen con dificultad. Esas voces deben multiplicarse, porque si no recuperamos pronto el sentido común, la institucionalidad y la compasión, terminaremos siendo una sociedad a la deriva, dominada por el caos, la violencia y el grito más fuerte. Y entonces ya no quedará espacio ni siquiera para lamentarnos.