
Por José Hilario López Agudelo
Vladimir Gessen, politólogo y periodista venezolano, acaba de publicar en El Nacional de Caracas un interesante artículo donde analiza las causas de la decadencia del imperio norteamericano, situación ésta que marcará la geopolítica mundial durante el presente siglo (1). A continuación, me propongo analizar aspectos del referido artículo de Gessen.
Desde el final de la Gran Depresión de los años treinta y la II Guerra Mundial, Estados Unidos no sólo emergió como potencia vencedora, sino como el eje del nuevo orden mundial. Con una economía en expansión, una gran capacidad militar y una estructura de valores basada en democracia y libre mercado, el país del norte se convirtió en el líder del mundo libre, frente al bloque soviético. Tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS en la década de los 80 del siglo pasado, la hegemonía global estadounidense se consolidó.
En la actualidad Estados Unidos tiene un poder militar global sin precedentes. Posee más de 750 bases militares en 80 países, con presencia en todos los continentes. Su influencia económica y financiera es mundial. El dólar estadounidense es la principal moneda universal. La Reserva Federal y Wall Street influyen de forma determinante en los mercados globales. Las más grandes empresas multinacionales son estadounidenses. Su fortaleza cultural y tecnológica es definitiva y el estilo de vida estadounidense — The American Way of Life— se impuso globalmente. El dominio institucional y diplomático le permitió a Estados Unidos fundar la ONU, el FMI, el Banco Mundial, y la OTAN. Interviene política y militarmente en los países europeos, así como en Vietnam, Laos, Camboya, el Medio Oriente, Irak, Afganistán, Yemen, así como en varios países de Latinoamérica y África.
Por más de 75 años Estados Unidos ha ejercido un liderazgo global basado en una hegemonía consensuada. Es decir, su poder ha sido aceptado —y en muchos casos solicitado— por otras naciones debido a su prestigio, influencia, protección o capacidad inversora. Pero, por otro lado, ha sido cuestionado y resistido por quienes lo ven como un nuevo tipo de dominio a través de normas, instituciones, cultura y poder económico. Algunos lo llaman “imperio liberal”, otros “imperio de consentimiento”, o incluso “imperio hegemónico”. Como sea, ejerce una forma moderna de poder imperial y la historia dirá si logra mantenerse como tal, o si, como todos los imperios antes que él, comenzará una paulatina decadencia. Hoy, frente a las profundas transformaciones del siglo XXI, cabe preguntarse si estamos presenciando el inicio del declive del imperio norteamericano.
En los últimos años Estados Unidos ha estado enfrentando una serie de crisis interconectadas que han debilitado su poderosa estructura económica y social. El aumento de la pobreza, la epidemia de opioides, el colapso del sistema de salud pública, la violencia interna y el masivo endeudamiento, han significado que el país viva una etapa de creciente desigualdad y descontento social, el sustrato que explica el surgimiento de la actual polarización política e ideológico-cultural. Trump es un emergente de esa frustración y descontento y, paradójicamente, puede acentuar todos los problemas que atraviesa el tejido social estadounidense, que muestra indicadores más propios de un país en desarrollo que de una gran potencia.
El presente siglo ha traído nuevas dinámicas. La globalización, los avances tecnológicos, la revolución digital, el ascenso de Asia y las tensiones internas dentro de las democracias occidentales han transformado profundamente el tablero geopolítico. Ante este panorama, surgen interrogantes legítimos: ¿Está Estados Unidos en decadencia? ¿Será desplazado por potencias emergentes como China, India o incluso Brasil? ¿O será capaz de reinventarse, como lo ha hecho en el pasado, y reafirmar su liderazgo global?
A primera vista, los indicadores invitan a la cautela. Aunque Estados Unidos sigue siendo la economía más grande del mundo, China lo ha alcanzado en paridad de poder adquisitivo, y se proyecta que lo superará en PIB nominal antes de 2030. Y para 2049, centenario de la fundación de la República Popular China, aspira a ser la primera potencia mundial.
La polarización en EE UU, preludio de su decadencia como potencia mundial
Durante décadas, la fortaleza institucional y política de los Estados Unidos no ha descansado únicamente en su poderío económico, militar o tecnológico, sino en su capacidad de alcanzar acuerdos bajo un sistema bipartidista funcional. Demócratas y republicanos, aun con diferencias ideológicas, habían sabido coincidir históricamente en asuntos fundamentales como la defensa de la Constitución, la política exterior, la economía de mercado y los valores cívicos compartidos. Esta cultura del consenso permitió el crecimiento sostenido del país y su consolidación como potencia global, tras la II Guerra Mundial.
Sin embargo, esta dinámica comenzó a erosionarse de forma acelerada tras la elección en 2008 de Barack Obama como presidente de Estados Unidos. A partir de ese momento, ambos partidos comenzaron a radicalizarse y a distanciarse del centro político y social. El discurso político se endureció, los acuerdos se convirtieron en traiciones para las bases más ideologizadas, y el Congreso se transformó en un campo de batalla permanente. El Poder Judicial, históricamente visto como un árbitro imparcial, ha sido arrastrado al torbellino de la politización. Hoy, las decisiones de la Corte Suprema son interpretadas según la afiliación de sus jueces, y no por su apego al derecho.
Más preocupante aún es el efecto de esta polarización en la sociedad estadounidense. Ya no se trata de debates sobre políticas públicas, sino de narrativas antagónicas sobre la legitimidad del adversario político. Se acusa al otro no de estar equivocado, sino de ser inmoral, corrupto, traidor o incluso criminal. Cuando ambos bandos lanzan estas acusaciones con igual vehemencia, el ciudadano común —el soberano en una democracia– termina creyendo que todos son culpables. Este es, históricamente, uno de los síntomas de decadencia de los grandes imperios: la pérdida de fe en las instituciones, en la unidad nacional, y en la posibilidad de diálogo.
Los imperios no colapsan en un día
La larga agonía del imperio romano comenzó cuando el consenso político se fracturó, y las facciones comenzaron a disputarse el poder como enemigos irreconciliables. El imperio español, el británico, incluso el soviético, mostraron patrones similares: cuando las élites dejaron de dialogar y comenzaron a destruirse mutuamente, el declive fue inevitable.
Estados Unidos aún tiene los recursos y la vitalidad para evitar ese destino. Pero para lograrlo, sus líderes y ciudadanos deben reencontrarse con el espíritu que fundó esa gran Nación, la cuna de la democracia liberal: la convivencia entre opuestos, el respeto mutuo, así como la construcción de acuerdos en el centro. Si esto no ocurre, la historia podría repetir su curso y seremos testigos no del colapso inmediato, sino del lento pero profundo desgaste del experimento democrático más influyente del mundo hasta el presente.
P.S. La era Trump ha significado, entre otros, conflictos por imposición de aranceles de EE. UU a sus aliados tradicionales, lo que le puede agravar el proceso decadente. La reciente desertificación a Colombia por sus ejecuciones en la lucha contra el cultivo y tráfico de drogas ilícitas, sólo se entiende en el contexto de la política maniquea, que está imponiendo el presidente Trump en su política antidrogas: los malos son los otros, en nuestro caso desconociendo los ingentes esfuerzos de nuestras fuerzas armadas y las innumerables victimas que ha puesto Colombia en esta larga y dolorosa guerra contra los grupos criminales vinculados al negocio de las drogas ilícitas. (Opinión).
(1) https://www.elnacional.com/2025/03/esta-estados-unidos-en-decadencia/
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