Por Carlos Alberto Ospina M.
La moral nace de la simetría, puesto que el trato que espero recibir surge de la posibilidad genuina del equilibrio humano que no pide creer, sino pensar; ni someternos, tan solo reflexionar acerca de las propias expectativas. Esta concordancia no exige perfección, apenas coherencia.
Desde un principio, la filosofía ha planteado el dilema de cómo convivir en sociedades cada vez más complejas sin caer en el egoísmo absoluto o en el sacrificio permanente de la individualidad. Por ejemplo, Kant llevó el argumento a un imperativo categórico y Levinas reinterpretó la tesis a través del rostro del otro. Incluso, varias teorías contemporáneas parten de la idea de que la convivencia se sostiene en normas que cualquiera aceptaría a partir de una posición imparcial.
El principio es el mismo, lo justo no puede ser aquello que solo favorece a uno de los lados. Formulaciones similares se encuentran en la tradición cristiana, en los textos de Confucio, el judaísmo, el islam, el budismo y en sistemas éticos seculares. Más que una doctrina religiosa consiste en el principio de vida que responde a una intuición fundamental: la empatía.
El ejercicio de reciprocidad permite desarrollar la capacidad de reconocer en el prójimo la dignidad y los derechos equivalentes a los propios a modo de piedra angular que aspira alcanzar la justicia y la convivencia pacífica. Se trata de una decisión personal en pro de la acción positiva para construir relaciones basadas en el respeto y la solidaridad.
Esta sencilla reflexión encierra la complejidad de las contradicciones de cada individuo. ¿La persona sabe cómo quiere ser tratada?, ¿qué hace si los deseos difieren de los demás? y ¿es suficiente la empatía para garantizar justicia? Al parecer, la respuesta es simple: actuar según las leyes universales, la cooperación, la pluralidad de valores y de contextos más equitativos e inclusivos.
En la vida cotidiana la tarea consiste en fomentar las dinámicas familiares, las amistades a toda prueba, las compañías honestas y la compasión como criterio fundamental de nuestras acciones. Ningún objetivo personal y colectivo se alcanza sin la armonía con los demás y consigo mismo, porque la ética es una actitud interior que impulsa a la decencia y al equilibrio humano de hacer al otro el bien que quisiéramos recibir.


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