17 noviembre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Entrevista con el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal que cumple 80 años

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@eljodario

El eterno irreverente cuya obra es una metáfora de la Colombia violenta y desigual

Por Albeiro Arciniegas

Letralia Tierra de Letras

Son escasas las voces literarias que en Colombia conservan la fuerza, lucidez e irreverencia del tulueño Gustavo Álvarez Gardeazábal. Desde su aislamiento voluntario en El Porce, una hacienda en el camino a Roldanillo en el Valle del Cauca, rodeado de papeles, columnas de opinión y la cálida brisa de las orillas del río Cauca, sigue escribiendo con la misma mordacidad que lo hizo célebre hace más de medio siglo. Su voz —a ratos incendiaria, a ratos melancólica— continúa desafiando las versiones oficiales del país.

Escritor, periodista, alcalde y exgobernador, Álvarez Gardeazábal consolidó una obra marcada por una densidad verbal muy particular, la ironía como método, pero, sobre todo, una crítica feroz a las élites de poder. Autor de novelas como Cóndores no entierran todos los díasEl bazar de los idiotas Los sordos ya no hablan, es un cronista incómodo de la realidad nacional. Lo primero que dice: “Estoy sobreviviendo”, cuando contesta mi llamada y se queja de sus dolencias. Le digo que debe agradecer por una vida tan rica en experiencias, tan valiosa para las letras y la cultura, no sólo del país, sino de Hispanoamérica en general.


—Son, en efecto, ochenta años, ¿cómo mira usted su vida en retrospectiva?

—El golpeteo diario de la vida me enseñó que la tranquilidad está en no arrepentirse de nada. Mirar hacia atrás para juzgar lo hecho no me toca a mí. Le corresponde a quienes me han leído, me han escuchado o han conversado conmigo. No me arrepiento de nada, y he hecho cosas buenas, malas y regulares. Me he equivocado varias veces y acertado otras tantas. De una y otra soy responsable, pero la culpa cristiana no es para mí: logré extirparla de mi ser.

—¿Momentos personales que considera claves para convertirse en la persona que llegó a ser?

—Haber nacido en el hogar de mis padres. Haber estudiado y aprendido durante mis primeros tres años de primaria con las monjas franciscanas. Haberme dejado tarar durante nueve años por la educación de los salesianos. Haber podido reírme de mí mismo y seguirlo haciendo con más gana mientras más envejezco.

Entre Cóndores no entierran todos los días y El papagayo tocaba violín hay 53 años de aprendizaje.

—Usted es considerado uno de los grandes narradores colombianos. ¿Cómo nació esa ferviente vocación literaria que lo caracteriza?

—Cada vez estoy más convencido de que nací con esa habilidad y con ese olfato para saber qué es lo que la gente quiere oír. La gran cantidad de lecturas desde muy temprana edad hicieron el resto. Entre Cóndores no entierran todos los días y El papagayo tocaba violín hay 53 años de aprendizaje, pero siempre en la misma línea: saber contar lo que se vive, lo que se imagina y sobre todo lo que se ha vivido y se ha visto vivir a los demás.

Cóndores no entierran todos los días, una obra que marcó un hito en la literatura colombiana. ¿Cómo se fue gestando la escritura de ese libro?

—Podría contestar con una sola palabra: viviendo, pero resulta que fue viviendo en Tuluá, viviendo mi infancia y adolescencia en una ciudad particularmente violenta, donde por tradición la muerte resolvió los problemas, impuso las voluntades y, en el preciso momento en que Colombia llegó al máximo del enfrentamiento entre liberales y conservadores, el cultivo de los campos se estaba modernizando y el país y el Valle del Cauca, sobre todo, daban un salto adelante. Pero no la hubiese podido escribir si no hubiese tenido ese afilado don de la observación panorámica y en detalle de la realidad para enlazarlo con imaginación y dejarlo en mi memoria que, por cierto, a veces me asusta. Y aunque a muchos les parezca invención sentimental, si no llego a vivir a Pasto en 1970 y asumo el aislamiento físico y geográfico y cultural del Pasto de esa época, y de la Universidad de Nariño, tampoco habría podido escribirla. Y tengo que resaltar que llego a escribir Cóndores luego de haber hecho mi tesis de grado en la Universidad del Valle con profesores de primerísima calidad que pagaba la Rockefeller trayéndolos desde Estados Unidos y Europa. Y llego a hacerla sobre las novelas que, a 1968, se habían escrito sobre la violencia en Colombia desde cuando ella comenzó en 1948 y, en especial, teniendo el bagaje de haber estudiado literatura en la escuela francesa que Oscar Gerardo Ramos, el maestro de maestros, había escogido para sus alumnos en la desaparecida Facultad de Filosofía, Letras e Historia. Y, como si fuera poco, el director de mi tesis, el benemérito profesor Walter Langford, decano vitalicio de Notre Dame, me orienta para que la hiciera comparativa y me facilita leer y estudiar las 252 novelas sobre la Revolución mexicana que él donó a la Biblioteca de la Universidad del Valle. Y como en México no les ha dado vergüenza nunca ni el modo ni los actores que hicieron la revolución, compararla con lo que se había escrito en Colombia hasta entonces, donde todos se avergonzaban de hacer la guerra llamándola “violencia”, me permitió encontrar la estructura que hoy me honra a mí como escritor y a la literatura colombiana.

La literatura en Colombia, como en todo el mundo, sobrevive casi como los dinosaurios, pero cada vez llegan más meteoros a bombardearla.

—¿Cuál considera que es su legado dentro de la literatura colombiana e hispanoamericana en general?

—No miro mi vida de escritor como para hacer un testamento. El paso de los años se encargará de destacar lo que yo pude haber hecho.

—¿Cómo ve la literatura actual en Colombia? ¿Qué consejos les daría a los escritores jóvenes?

—La literatura en Colombia, como en todo el mundo, sobrevive casi como los dinosaurios, pero cada vez llegan más meteoros a bombardearla, tratando de dejarla inútil. La pantallita está matando la lectura. La falta de estímulos editoriales impide que los autores sean conocidos. Es un círculo vicioso. No se hace publicidad de la literatura porque no se vende y no se vende porque no se la hace conocida. Y un consejo único a los jóvenes escritores: el oficio de dinosaurios por estos días es muy arriesgado. Piénsenlo bien antes de iniciarse.

—El Álvarez Gardeazábal escritor o político. ¿Con cuál se queda?

—El paso de los años me entronizó como escritor. El olvido cubre mi gesta de alcalde y yo no quiero acordarme de las persecuciones de que fui objeto para que no siguiera en ascenso en mi carrera política.

—¿Cuál fue el momento más difícil que vivió en la política colombiana?

—Haber vivido como alcalde de Tuluá, en mi primera administración, ese fatídico año de 1989 cuando este país pareció estallarnos en las manos.

—Mirando hacia atrás, ¿se siente satisfecho con lo que hizo en el servicio público?

—Más que satisfecho, honrado por haber podido demostrar que se podía gobernar sin robar…, pero no me lo perdonaron, me metieron a la cárcel y fui condenado por haberle vendido, en un momento de afugia económica, una estatuilla en 1992, cuando no era ni alcalde ni gobernador, a la moza de un narcotraficante. Gobernar sin robar no se puede en este país de pícaros.

—La corrupción, la violencia. ¿Ha cambiado o empeorado el panorama político?

—La corrupción ha estado latente desde cuando el general Santander llegó el 10 de agosto de 1819 luego de la Batalla de Boyacá y se adueñó de la finca de Yerbabuena dizque en pago por los servicios prestados al ejército libertador. Unas veces ha aumentado; otras, ha disminuido. Cuando los oligarcas suben roban mil millonadas. Cuando los proletarios suben, se vuelven robagallinas.

—El mensaje al Gustavo que comenzaba a escribir.

—Ya le dije, no me arrepiento de nada. Yo enfrenté la vida con el apoyo de mis amigos y sobre las trincheras que montaron quienes no me han querido.

A esta edad sólo se espera llegar tranquilo al momento de la muerte.

—¿Tiene nuevos proyectos literarios o personales que quisiera compartir a los ochenta años?

El papagayo tocaba violín fue mi canto del cisne. A esta edad sólo se espera llegar tranquilo al momento de la muerte.

—¿Cómo quiere que lo recuerden?

—Como puedan o como quieran. Ahí les dejo una obra literaria completa y compacta, un mausoleo en el Museo Cementerio San Pedro de Medellín, al lado de Isaacs y de Carrasquilla para que midan la magnitud de mi gesta. Si en cien años todavía existen los libros, de pronto hasta se acuerdan de este provinciano irredento que hizo literatura sin pedirle permiso a Bogotá y sin ir a lavar platos a París o ir a dar culo a Nueva York.


He entrevistado a Gustavo Álvarez Gardeazábal en varias oportunidades. Siempre me honra con su palabra y su aprecio. Ya lo conocía cuando fue encarcelado en el Valle del Cauca en un intento de la dirigencia arcaica y corrupta del país por evitar su ascenso hacia la Presidencia de la República. Lo conocí en sus espacios de hogar en El Porce, donde me recibió con mi familia para hablar de libros y las contrariedades de la patria. Él con su estilo irreverente, yo con una seriedad cardenalicia —cosa que no es propia de mi carácter— atribuible sólo a una inseguridad humana y pueril, propia de quien es consciente de que carece de altura intelectual suficiente para servir de interlocutor a un hombre de su dimensión.

Las letras colombianas no olvidarán nunca que Gustavo Álvarez Gardeazábal convirtió la violencia en una reflexión social sobre la intolerancia, la religión y el miedo: que es el gran escritor de la llamada novelística de la violencia en Colombia, el único cuya obra se salva y se consagra.

Criticar el poder, la hipocresía, la corrupción; hacer de la pluma arma poderosa en un país al que se lo emboba con el más trivial de los discursos y le encanta la somnolencia de la vida fácil, en el que pueden más la falacia del narcotráfico y el bisbiseo de las beatas a la hora de la misa, es una tarea de gente particularmente original, posible sólo con la existencia de un escritor del talento de Gustavo.

En sus ochenta años —los cumplió el 31 de octubre de 2025— sólo queda agradecerle por sus estupendas novelas y cuentos, que son una metáfora de la Colombia bárbara, diversa y desigual. Hurgó con maestría en las heridas de la violencia, las hizo literatura.

Su escritura recreó la geografía humana donde la corrupción se mezcla con la fe más rupestre y el desencanto más hondo. 

Cóndores no entierran todos los días es hoy en día una de las representaciones más poderosas del fanatismo mesiánico —ese que todavía no se supera y que a lo mejor jamás logremos superar— y los comportamientos humanos más absurdos.

¡Felices ochenta años, Maestro de Maestros! ¡Y que siga con nosotros durante mucho tiempo!