26 octubre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Entre la toga y el poder: los límites de la justicia

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Por Jorge Mario Gómez Restrepo* 

En los últimos años, América Latina ha sido testigo de la aparición de una sofisticada estrategia de conflicto político conocida como lawfare o guerra jurídica. Basta un expediente, una filtración y una audiencia pública: se trata de la utilización calculada y abusiva del aparato legal para conseguir objetivos que, en su origen, son estrictamente políticos.

El término nació en ambientes militares. El coronel estadounidense Charles Dunlap lo utilizó para describir cómo los Estados podían usar la ley como un arma de guerra: “una forma de obtener ventaja estratégica sin disparar un tiro”. Con el paso de los años, el concepto migró del campo militar al político. Hoy se habla de lawfare cuando se instrumentaliza el poder judicial para fines de poder. No es una teoría conspirativa; es una práctica visible en democracias donde los jueces sustituyen a las urnas y los expedientes reemplazan el debate público.

Esta paradoja se repite en distintos países. Los tribunales se convierten en trincheras desde las cuales se decide la suerte política de un líder o de un partido. El proceso judicial deja de ser un acto de justicia para transformarse en una batalla mediática. La sospecha se instala antes de la sentencia, la condena llega antes del juicio y el ciudadano —convertido en espectador— ya no confía en el juez, sino en el titular de prensa.

Sería un error ver el lawfare como una maniobra exclusiva de un sector ideológico. La historia reciente demuestra que esta herramienta no tiene color político: se usa donde la política no logra resolver sus disputas por vías democráticas. En Estados Unidos, el expresidente Donald Trump enfrentó múltiples procesos penales en plena campaña electoral. Sus seguidores lo consideran víctima de persecución judicial; sus detractores, símbolo de impunidad. En Italia, el exministro del Interior Matteo Salvini fue llevado a juicio por decisiones adoptadas en el ejercicio de su cargo. El caso terminó con su absolución, pero la lección quedó: la frontera entre la responsabilidad política y la penal puede ser tan delgada que un juez termine decidiendo políticas de Estado.

El poder judicial es contramayoritario: no actúa siguiendo su propia voluntad, su función es precisamente poner límites al poder de las mayorías, garantizando los derechos de los ciudadanos y la Constitución. Por eso, el lawfare distorsiona ese carácter y, en vez de ser un límite neutral a los excesos del poder político, el judicial se convierte en actor político parcial.

Cada vez que se abre una investigación sin fundamento sólido, que se filtra un expediente a los medios antes de llegar a juicio, que una medida de aseguramiento se usa como castigo anticipado, o que se priva a un procesado de su libertad aplicando sesgos o falacias sin argumentos legales, el mensaje es claro: se está en el campo de la instrumentalización.

Ese clima de incertidumbre no solo golpea la política, también afecta la economía. Los empresarios se retraen ante un sistema donde la arbitrariedad puede disfrazarse de legalidad. Los inversores temen a un país donde los fallos parecen responder al ruido mediático y no al rigor probatorio.

Si la justicia se convierte en instrumento de venganza, no hay seguridad jurídica ni libertad individual que resista. El lawfare no destruye de un golpe: es una gota que cae poco a poco sobre una piedra. Por eso, cada filtración, cada detención preventiva innecesaria, cada juez mediático, crea una opacidad en el cristal de la legalidad.

El riesgo es evidente: la opinión pública sustituye al debido proceso. La justicia, que debería ser el último refugio de la serenidad institucional, se deja arrastrar por la pasión política.

Colombia no está exenta de esta tendencia. En medio de una polarización creciente, los procesos judiciales se han convertido en extensiones del debate político. La justicia penal, que debería ser un dique contra los abusos del poder, se usa a veces como campo de revancha. Cuando los jueces son percibidos como aliados o enemigos, y no como árbitros, el país pierde su brújula moral. El lawfare, en su versión criolla, no siempre se nota en los titulares: se recubre también en decisiones administrativas selectivas, en filtraciones oportunas, en la manipulación de tiempos judiciales.

El remedio no está en deslegitimar la acción de la justicia, sino en blindarla del cálculo político. Garantizar la independencia judicial no es una causa de izquierda ni de derecha: es una causa ciudadana. Los principios que sostienen a las democracias liberales —la libertad, la seguridad jurídica, el debido proceso— no se defienden con discursos, sino con prácticas concretas: jueces imparciales, procesos transparentes y responsabilidad en el uso del derecho penal.

Una sociedad madura entiende que la justicia no puede ser instrumento de victoria, sino garantía de límites. Porque el día en que los jueces empiecen a decidir elecciones y los fiscales a gobernar desde los micrófonos, habremos perdido algo más que un proceso: habremos perdido la esencia misma del Estado de Derecho. Sin garantías hoy, no habrá libertad mañana. (Opinión).

*Abogado Universidad Libre, especialista en instituciones jurídico penales y criminología Universidad Nacional, Máster en Derechos Humanos y Democratización Universidad del Externado y Carlos III de Madrid. Especialista en litigación estratégica ante altas cortes nacionales e internacionales. Profesor Universitario.