Por Sandra Milena Alvarado P.
Colombia corre el riesgo de llegar a la segunda vuelta presidencial con el peor de los escenarios posibles: dos candidatos en los extremos y un centro político reducido a nota al pie, víctima de su propia incapacidad para unificarse. No sería un accidente histórico, sino la consecuencia bastante previsible de un fenómeno que se repite: mientras los extremos consolidan núcleos fieles de votantes, el centro se dispersa en múltiples proyectos, todos parecidos, todos “razonables”, pero incapaces de ponerse de acuerdo en uno o dos nombres.
En términos fríos, el problema es casi aritmético. Los sectores más radicales, a la derecha y a la izquierda, suelen contar con un voto duro relativamente estable, que no baja de cierto umbral, incluso en contextos de desgaste. El centro, en cambio, depende de ciudadanos más volátiles, más exigentes, menos fidelizados. Cuando ese electorado se reparte entre cinco, seis o siete precandidatos de “centro-izquierda” y “centro-derecha”, el resultado es mecánico: cada uno termina con una fracción insuficiente para pasar a segunda vuelta, aunque sumados sean mayoría.
Frente a este riesgo, se ha comenzado a hablar, otra vez, de mecanismos para decantar candidaturas y llegar a la primera vuelta con máximo uno o dos nombres de centro que puedan competir en serio: las encuestas y la consulta interpartidista. Ambas herramientas existen, ambas tienen lógica, ambas despiertan escepticismo.
Las encuestas se han convertido en el villano favorito del debate público: se sospecha de sus financiadores, de sus muestras, de sus preguntas, de sus tiempos. A veces con razón, a veces por puro reflejo defensivo de quien no quiere ver su realidad. Pero más allá de sus distorsiones, las encuestas siguen siendo lo que siempre han sido: fotografías aproximadas de un momento, no oráculos infalibles. Sirven para tomarle el pulso al ambiente, no para delegar en ellas la responsabilidad de decidir el futuro de un país.
Utilizarlas como único criterio para escoger al candidato del centro sería una equivocación doble. Por un lado, porque alimenta la percepción de que todo se cocina entre encuestadores y cúpulas. Por otro, porque reduce la discusión a quién está “mejor posicionado” en un instante, sin preguntar si esa persona tiene las condiciones de carácter, experiencia y visión que exige el contexto colombiano. Una cosa es medir simpatías; otra muy distinta es evaluar capacidad de gobernar.
El otro mecanismo, mucho más regulado por la institucionalidad, es la consulta interpartidista. La Ley 1475 de 2011 define las consultas como mecanismos que los partidos, movimientos y grupos significativos de ciudadanos pueden usar para tomar decisiones internas o escoger candidatos, propios o de coalición, a cargos de elección popular. Pueden ser internas, cuando sólo votan los afiliados, o populares, cuando participa todo el censo electoral. Cuando las convoca una coalición y son abiertas, hablamos de consultas interpartidistas.
La misma ley establece que estas consultas pueden utilizarse para seleccionar candidatos de coalición a cargos uninominales, como la Presidencia, que su organización debe seguir reglas semejantes a las de una elección ordinaria y que sus resultados son obligatorios para los partidos y precandidatos que las convocan. Los derrotados no pueden irse luego a inscribirse por otra agrupación al mismo cargo dentro del mismo proceso electoral, y las colectividades no pueden, sin consecuencias, apoyar a alguien distinto del ganador.
En teoría, la consulta interpartidista es el instrumento ideal para el centro: varios sectores se juntan, someten sus nombres al escrutinio directo del ciudadano y salen con un solo candidato respaldado por una legitimidad de origen clara. En la práctica, la experiencia reciente ha sido más ambigua. Investigaciones sobre las consultas de 2022 han mostrado cómo este mecanismo, novedoso y útil, terminó funcionando casi como una “primaria nacional” que multiplicó las vueltas de la elección, sin traducirse necesariamente en cohesión duradera ni en mejor desempeño posterior. Es decir, la consulta no garantizó que todos los de ese bloque se quedaran unidos, disciplinados y comprometidos con el ganador hasta el final.
Cuando la consulta se convierte en una guerra sin cuartel entre precandidatos, el daño no se borra con una foto de “unidad” al día siguiente. Las acusaciones cruzadas, los señalamientos personales, las dudas sobre la honestidad, la preparación o el criterio del otro no desaparecen por arte de magia porque salió un ganador; quedan flotando en la memoria de los votantes como una prueba de incoherencia. ¿Cómo pedir ahora que se confíe en un proyecto común si, semanas antes, sus propios protagonistas se presentaban mutuamente como un riesgo para el país? Esa pugna previa deja dos consecuencias graves: por un lado, desgasta a los candidatos ante la opinión, que los ve más ocupados en destruirse entre sí que en enfrentar a los extremos; por otro, fractura la credibilidad del centro, que aparece como un espacio de egos heridos intentando recomponerse a última hora, cuando ya el electorado ha tomado nota del espectáculo y mira hacia opciones que, aunque más radicales, al menos parecen menos contradictorias.
Además, la consulta interpartidista tiene costos: logísticos, financieros, políticos. Exige que los partidos se comprometan de antemano a respetar el resultado; que los precandidatos renuncien a alternativas posteriores; que la organización electoral dedique recursos y esfuerzos para una jornada que no produce, todavía, una elección de gobierno. No es un juego: es un compromiso serio, atado a la ley y vigilado por la jurisdicción contenciosa.
Con este panorama, la pregunta de fondo no es si el centro debe usar encuestas o consulta, sino cómo y para qué.
Las encuestas pueden ser un insumo, no una coartada. Sirven para saber quién conecta mejor, quién es más conocido, quién despierta menos rechazo. Pueden ayudar a priorizar un grupo corto de nombres, descartar candidaturas testimoniales, aclarar dónde hay posibilidades reales de crecimiento y dónde no. Pero nunca deberían sustituir el juicio político ni la deliberación pública: reducir todo a “que decida la encuesta” es invitar a la ciudadanía a renunciar a su criterio.
La consulta interpartidista, por su parte, podría ser una salida responsable si se dan tres condiciones mínimas:
Uno. Que los partidos y movimientos que se identifiquen como centro, de matiz más social, más liberal, más reformista o más de orden, acepten que no pueden llegar fragmentados a la primera vuelta sin suicidarse políticamente.
Dos. Que exista un acuerdo serio sobre un programa básico común: seguridad democrática sin excesos, economía responsable con sensibilidad social, respeto por las instituciones y lucha frontal contra la corrupción.
Tres. Que los precandidatos asuman que someterse a una consulta implica acatar su resultado, apoyar al ganador sin dobles discursos y, si pierden, ponerse al servicio de ese proyecto común. Que el debate se concentre en las propuestas y las rutas de gobierno, no en la descalificación personal, porque quien destruye al otro candidato de centro en la primera fase, destruye la credibilidad del proyecto que luego pretende apoyar.
Sólo en ese marco, la consulta interpartidista dejaría de ser un reality de vanidades para transformarse en lo que el derecho quiso que fuera: un mecanismo de coordinación de coaliciones que reduce el número de candidaturas y aumenta las probabilidades de que una opción de centro llegue viva a la segunda vuelta.
El riesgo de no hacerlo es transparente. Si el centro llega dividido en cinco o seis ofertas, cada una con su campaña, su pequeño ego, su pequeño proyecto, el resultado es casi inevitable: los extremos, con sus votantes más disciplinados, ocuparán los dos primeros lugares; el centro quedará repartido en porcentajes decorativos, suficientes para reclamar “yo también tenía razón”, pero insuficientes para evitar que el país vuelva a quedar atrapado entre dos polos que se alimentan mutuamente.
No se trata de negar las diferencias reales que existen dentro del amplio mundo que llamamos “centro”. Hay matices importantes: unos son más proclives a ciertas reformas sociales, otros más a la ortodoxia fiscal; unos se sienten más cómodos hablando de derechos, otros de autoridad. Pero ninguno de esos matices justifica conducir a Colombia a un duelo de extremos por orgullo, cálculo pequeño o incapacidad de pactar.
Al final, la pregunta no es sólo técnica ni jurídica, sino ética y política: ¿están dispuestos los liderazgos de centro, de uno y otro matiz, a poner por encima de sus proyectos personales la necesidad de que el país tenga al menos una o dos opciones serias, experimentadas y moderadas en la segunda vuelta? ¿O van a repetir, con otras caras, la vieja historia de fragmentarse hasta desaparecer?
Si el centro fracasa en esa tarea, no podrá culpar ni a la Registraduría, ni a las encuestas, ni a los extremos. Habrá sido víctima, una vez más, de su propia incapacidad de estar a la altura del momento. Y Colombia, que no está para experimentos ni para duelos de fanatismos, pagará el precio en la segunda vuelta.
Ojalá esta vez la lección se aprenda a tiempo, antes de que votar por un radicalismo sea la única opción.


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