28 septiembre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Entre el tubo y la tumba

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Carlos Alberto Ospina

Por Carlos Alberto Ospina M.

Colombia vive marcada por un fuerte componente simbólico y discursivo que oscila entre la distracción, el ridículo, la extravagancia y la tragedia. Gustavo Francisco Petro Urrego es un mandatario en constante ‘pole dance político’. Un dirigente que concentra la energía en giros verbales, el antagonismo constante y la acrobacia desconectada de la realidad; mientras en las regiones avanzan los crímenes de lesa humanidad, los cuales “no son hechos aislados de violencia” como suele llamarlos el gobierno.

Ante todas cosas, el show es llamativo para los seguidores más fervorosos. Petro sube al tubo con el propósito de lanzar arengas interminables sobre la ficticia asamblea de los pueblos y para hacer piruetas de indignación contra el capitalismo. Cuando la música baja, el escenario anda lleno de muertos debido al poder que ejercen las disidencias de las FARC, el ELN, las multinacionales del crimen y el zoológico de organizaciones con nombres creativos e idénticas prácticas. No se trata de circunstancias aisladas ni de simples “retos de seguridad”. Estamos frente a dinámicas que configuran un proceso de aniquilación contra poblaciones por su etnicidad, pertenencia local o liderazgo político.

El exguerrillero en campaña se presentó en calidad de estadista que acabaría la maquinaria de guerra, pero hoy acumulamos masacres como rellenos sanitarios. El exM19 parece más interesado en desmontar el tubo para llevárselo a la Casa de Nariño y practicar allí rutinas delante del espejo, en vez de desafiar la violencia metódica que encaja en la definición de genocidio: “Exterminio o eliminación sistemática de un grupo humano por motivo de raza, etnia, religión, política o nacionalidad” (sic – La Real Academia Española de la Lengua).

Lo anterior, no es un concepto vago en razón a que implica la intención deliberada de destruir colectividades específicas. Los pueblos indígenas del Cauca, el Putumayo o la Amazonía han sido atacados de manera reiterada por bandas que buscan controlar zonas estratégicas para el narcotráfico y la minería ilegal. Los afrodescendientes del Pacífico y varias localidades del nordeste antioqueño sufren desplazamientos masivos que, más allá del control militar, buscan desarraigar y fragmentar sus identidades. Los líderes y defensores de derechos humanos son asesinados para frenar la organización social en los distintos departamentos.

Nombrar el genocidio no es un exceso retórico, tan solo es un deber jurídico y político. Así lo advirtió la Corte Constitucional en la Sentencia SU-383 de 2003 y el Auto 004 de 2009 al respecto de la situación de violencia, desplazamiento y despojo que enfrentan numerosas comunidades. Los pronunciamientos y los informes de la alta corte, la JEP y la Defensoría del Pueblo ratifican que ese drama no es ajeno al contexto nacional, ya que fue identificado y condenado por corporaciones oficiales.  

Estos fenómenos cumplen con los elementos de intencionalidad, sistematicidad y selectividad que configuran crímenes de lesa humanidad definidos en el marco normativo internacional, el Estatuto de Roma y la Convención para la prevención y sanción del delito de eliminación de un grupo humano. En consecuencia, Colombia como Estado Parte, tiene la obligación de penar dichas conductas y nombrarlas con arreglo a los justos términos.

El país no puede seguir atrapado en la lógica del espectáculo presidencial y el exhibicionismo narcisista. El deber es pasar de la pirueta discursiva a la acción efectiva y de la metáfora del pole dance al cumplimiento de las responsabilidades.

En foros globales, la nación se presenta como abanderada de la paz a pesar de que en sus territorios se cometen acciones que el derecho internacional considera entre las más graves. La negación en sí misma es una forma de omisión institucional. Por ahí, permanecemos entre el tubo y la tumba.