Por Eduardo Aristizábal Peláez
En Colombia, la política atraviesa una metamorfosis que, lejos de fortalecer la democracia, la ha fragmentado y debilitado. El país pasó de un sistema bipartidista, conservadores y liberales, a un escenario atomizado con más de treinta movimientos políticos, lo que podría interpretarse como pluralismo y diversidad; en la práctica se ha convertido en un terreno fértil para la improvisación, la corrupción y el clientelismo.
Los indicadores son alarmantes, altos niveles de corrupción en las entidades del Estado, decenas de políticos investigados y condenados por delitos contra la administración pública y una cultura de favores que se perpetúa en la forma de nombramientos cruzados entre familiares y amigos. Este círculo vicioso ha erosionado la esencia misma de la política, el servicio social y la búsqueda del bien común.
La política, que debería ser el espacio de construcción colectiva, se ha degradado en un negocio. Los cargos públicos se negocian como mercancía, las alianzas se tejen con intereses particulares y el ciudadano queda relegado a un papel secundario, reducido a espectador de un espectáculo de poder y beneficios privados.
El resultado es una democracia debilitada, donde la multiplicidad de partidos no representa diversidad ideológica, sino fragmentación oportunista. La política dejó de ser un proyecto de nación y se convirtió en un mercado de favores.
Ahora, en vísperas de las elecciones al Congreso y de la próxima Presidencia, el panorama se torna aún más complejo. No es fácil para el ciudadano escoger candidatos que encarnen el perfil de verdaderos políticos, serios, honestos y comprometidos con el bien común. La guerra verbal entre seguidores del actual gobierno y la oposición ha contaminado el debate público, reduciéndolo a un enfrentamiento de trincheras más que a una discusión de ideas. En medio de este ruido, la voz del ciudadano se pierde y la esperanza de un liderazgo ético se diluye.
Hoy, más que nunca, se impone la necesidad de recuperar la ética pública, de rescatar la política como vocación de servicio y no como negocio. Colombia requiere líderes que comprendan que el poder no es patrimonio personal ni herencia familiar, sino responsabilidad colectiva. Mientras esto no ocurra, seguiremos atrapados en un sistema que confunde pluralismo con dispersión y que ha sustituido el bien común por el interés particular.
El futuro de la democracia no depende únicamente de los políticos, sino de la decisión consciente de cada ciudadano. Ante la corrupción y la polarización, el voto se convierte en el arma más poderosa para exigir transparencia, ética y compromiso social. No basta con denunciar; es necesario participar, informarse y elegir con criterio.
El llamado es claro: no vender el voto, no dejarse seducir por discursos vacíos, no caer en el juego de los favores. La responsabilidad de transformar la política está en manos de quienes, con su decisión en las urnas, pueden rescatar el sentido del bien común.
Colombia necesita ciudadanos valientes que voten no por conveniencia, sino por convicción. Solo así podremos devolverle a la política su verdadera esencia, servir a la sociedad y construir un país digno para todos.


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