
Por Eduardo Aristizábal Peláez
Consultamos el Diccionario de la Real Academia Española: “Egoísmo. Del latín ego, ‘yo’, e -ismo. Amor excesivo e inmoderado a uno mismo, que lleva a atender desmedidamente el propio interés sin considerar el de los demás.” Esta definición, más que una entrada léxica, es una radiografía ética de una conducta que atraviesa nuestra sociedad y nuestras instituciones. El egoísta típico es egocéntrico, insensible, desconsiderado. Persigue los bienes de la vida sin reparar en el daño que causa, y si piensa en los demás, lo hace sólo como medio para alcanzar sus fines. El egoísmo, en su expresión más cruda, convierte al otro en instrumento, nunca, en fin. Desde la filosofía moral, se han distinguido cinco versiones del egoísmo. La primera, la del sentido común, lo considera un vicio: buscar el propio bien más allá de lo moralmente aceptable. La segunda, el egoísmo psicológico, sostiene que todos actuamos, en el fondo, movidos por el deseo de alcanzar nuestro máximo beneficio. La tercera, inspirada en Adam Smith, plantea que, bajo ciertas condiciones, promover el interés propio puede coincidir con el bien común. Las dos últimas, el egoísmo ético y el racional, lo presentan como ideales prácticos, como principios que orientan la moralidad y la razón. Pero más allá de las teorías, la realidad nos interpela. La Biblia, en su sabiduría milenaria, condena el egoísmo y exalta la humildad: “No hagan nada por egoísmo o vanidad; más bien, con humildad consideren a los demás como superiores a ustedes mismos” (Filipenses 2:3). “Que nadie busque sus propios intereses, sino los del prójimo” (1 Corintios 10:24). No siempre hay una lógica detrás del egoísmo. A veces es simplemente una elección humana, libremente asumida. Pero cuando esa elección se convierte en norma, en sistema, en cultura política, el daño es profundo. El egoísmo institucionalizado se manifiesta en el narcisismo de quienes se creen superiores, en la voracidad por el poder, en la indiferencia hacia las clases menos favorecidas. Nuestro país lleva años sumido en una crisis social y económica que no se explica sólo por cifras: se explica por actitudes. Por la rotación mínima en los cargos públicos, por la repartición de entidades como si fueran patrimonio privado de partidos, por la ausencia de programas reales para los más vulnerables, por la competencia desleal en la contratación pública, por la idea —tan arraigada como injusta— de que sólo quien tiene merece ganar más. No sólo el Ejecutivo, también el Legislativo debe legislar pensando en el bien común, no en causa propia. La solución no requiere milagros, sino voluntad política y honestidad. Dos virtudes que, lamentablemente, aún no se vislumbran con claridad. El egoísmo no es sólo un defecto personal. Es una falla estructural cuando se convierte en principio rector de la vida pública. Y mientras no lo enfrentemos con decisión, seguiremos atrapados en un ciclo de exclusión, desigualdad y desencanto. Es hora de recuperar el sentido de comunidad, de servicio, de responsabilidad compartida. Porque sólo cuando el bien común sea más importante que el interés propio, podremos hablar de una verdadera democracia.
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