
Por Eduardo Aristizábal Peláez
Dada la actualidad del tema, quiero compartir algunas conclusiones, después de escuchar al Maestro Salvador Piñeres Rodríguez, Doctor en Derecho de la Universidad Nacional. En la antigua Roma republicana, el juicio público, no era simplemente un espacio procesal, sino que se consideraba un ritual de búsqueda de la verdad y un escrutinio del honor. Un ciudadano que perdía un juicio no podía ocultar su vergüenza ni dramatizar su caída. Las leyes romanas no permitían engaños, se debía aceptar el veredicto o, en su defecto, enfrentar el destierro para eludir la humillación de la pena. No existía el concepto de perdón popular como una mercancía, el desprecio hacia quien era condenado, formaba parte integral de la vida ciudadana. Hoy, en Colombia, somos testigos de una burla que invierte este orden. Un condenado que ha jurado en dos ocasiones defender la Constitución ha sido declarado culpable de soborno y fraude procesal. Las pruebas aportadas al juicio son contundentes, y el proceso se ha llevado a cabo con garantías. Sin embargo, el derrotado se presenta como un mártir de una supuesta persecución política, y lo más grave es que amplios sectores de la sociedad lo rodean fanáticamente. En Roma, la reputación, constituía el núcleo de la vida pública. La pérdida de esta reputación significaba la pérdida de todo. Ningún condenado podía aspirar a puestos de mando, y sus aliados eran conscientes de que apoyar su causa significaba sellar su propia deshonra. En contraste, hoy en día, empresarios, legisladores y hasta periodistas se inclinan ante un líder condenado. Defender a alguien cuya responsabilidad ha sido probada no es un acto de democracia ni de libertad de expresión, al contrario, es un atentado contra el pacto fundamental de la república, que reconoce la ley como el árbitro superior de las acciones humanas. Cuando la ley alcanza a los poderosos, un triunfo de la igualdad ante el derecho, preferimos condenar a los jueces y convertir al condenado en un falso inocente. En la antigua Roma, tal complacencia habría sido inconcebible. Quienes se alineaban con el corrupto caían junto a él en el abismo de la infamia. Entre nosotros, la complicidad se camufla tras el manto de la lealtad, en marchas públicas. La justicia no necesita aplausos, pero sí exige ser respetada. Quien la niega para favorecer a un condenado no actúa con fidelidad, sino que se convierte en cómplice del crimen. Los romanos lo llamaban crimen compartido, ahora lo disfrazamos como solidaridad Que el peso del veredicto de la ley supere al clamor de la multitud, solamente de esta manera podremos salvar el país. Y que todos cerremos oídos a quienes, ya sea con gritos o susurros, intentan alterar el fallo de los jueces, porque en ese silencio, más que en los discursos, se decide la dignidad de nuestra nación.
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