Por Eduardo Aristizábal Peláez
Decir que la comunicación es vida no es una metáfora, es una afirmación esencial. La palabra hablada, escrita, pensada o sentida, no solo articula nuestras ideas, sino que modela nuestras relaciones, nuestra salud y hasta nuestra biología.
Vivimos en la medida en que nos comunicamos; existimos en la medida en que nos expresamos. Sin embargo, en la vida contemporánea, la palabra ha sido despojada de su sacralidad.
La beligerancia verbal se ha vuelto paisaje cotidiano, especialmente en los escenarios públicos. La política, que debería ser el arte de construir consensos y proponer visiones de futuro, se ha contaminado con discursos vacíos, agresivos y desinformados. En tiempos electorales, la palabra deja de ser puente para convertirse en arma. Muchos actores políticos, carentes de propuestas sólidas, recurren al insulto, la descalificación y la mentira como estrategias de campaña.
Así, el lenguaje, que podría ser herramienta de entendimiento, se transforma en vehículo de odio. Anthony Robbins lo expresó con claridad: “La forma en que nos comunicamos con los demás y con nosotros mismos determina la calidad de nuestras vidas”.
Esta verdad, que he sentido desde mi infancia y he confirmado a lo largo de mi trayectoria en el periodismo, cobra hoy una urgencia ineludible. Cada palabra que pronunciamos lleva una carga energética que no solo impacta a quien la recibe, sino que también nos transforma a nosotros mismos.
Si fuéramos conscientes de ese poder, cuidaríamos con esmero lo que decimos, cómo lo decimos y por qué lo decimos. Vivimos en una era de inmediatez digital, donde la velocidad ha desplazado a la veracidad.
En las autopistas de la información, muchos corren a publicar antes que a pensar. Se viralizan afirmaciones sin fundamento, se propagan rumores como verdades, y se normaliza la mentira como herramienta de conveniencia.
Las redes sociales, que podrían ser canales de construcción colectiva, se convierten en trincheras de agresión, donde se desatan pasiones bajas y se defiende lo indefendible con una ferocidad que asusta. Pero no todo está perdido.
La historia nos ofrece ejemplos luminosos. Los esenios, por ejemplo, comprendían que la palabra no era solo un medio de expresión, sino una fuerza transformadora. Para ellos, el verbo, la oración y la intención eran vehículos para manifestar la armonía interior y proyectarla al mundo.
En el Oriente antiguo, los mantras, cánticos y plegarias eran formas de programar la conciencia, de alinear el pensamiento con el deseo y la acción. Hoy, la ciencia comienza a confirmar lo que las tradiciones sabias intuían; estudios recientes en genética han revelado que el ADN humano responde a las palabras y a las frecuencias.
El lenguaje no solo comunica, también codifica, influye, transforma. Los lingüistas y genetistas rusos que exploraron el llamado ADN basura, descubrieron que este, sigue patrones similares a los del lenguaje humano.
La gramática, la sintaxis y la semántica no son solo herramientas de la mente, están inscritas en nuestra biología. Esto sugiere que nuestras palabras no solo construyen realidades simbólicas, sino que pueden incidir en nuestra salud, en nuestra estructura celular, en nuestra vitalidad. Por eso, más que nunca, necesitamos una revolución del lenguaje. Una revolución silenciosa, pero profunda, que nos devuelva el respeto por la palabra.
No basta con pensar en positivo, es necesario hablar en positivo, escribir en positivo, compartir mensajes que edifiquen, que eleven, que sanen. Cada mensaje que emitimos es una semilla. ¿Qué estamos sembrando en los demás? ¿Qué estamos sembrando en nosotros mismos?
La comunicación es vida porque nos conecta, nos transforma y nos sostiene. Cuando la palabra se degrada, la vida se empobrece, cuando el lenguaje se llena de odio, la convivencia se envenena, pero cuando la palabra se usa con conciencia, con belleza y con verdad, se convierte en medicina, en puente, en luz.
Hoy más que nunca, propongámonos ser sembradores de palabras buenas, leamos y compartamos mensajes que nutran, evitemos el ruido, el insulto, la mentira.
No contribuyamos a ese suicidio inmaterial que nos amenaza desde las sombras de la desinformación y la violencia verbal, porque si la comunicación es vida, entonces cuidarla es un acto de amor por la humanidad.


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