Por Eduardo Aristizábal Peláez
Desde los albores de la humanidad, la mentira ha sido una constante. La tradición judeocristiana nos recuerda cómo Adán y Eva inauguraron el engaño, y cómo Pedro negó a Jesucristo en un momento crucial.
Las falsedades que rodearon su condena siguen siendo símbolo de cómo la mentira puede ser utilizada para destruir lo justo, lo noble, lo verdadero.
A lo largo de la historia, la mentira ha servido como herramienta de los más oscuros personajes para alimentar sus ambiciones, consolidar poder y alcanzar niveles alarmantes de corrupción. No es necesario escarbar en los anales del pasado para encontrar ejemplos; basta con observar la lista actual de quienes ostentan el poder en cada Estado. El margen de error al identificar a los responsables de los abusos es mínimo.
Colombia no escapa a esta realidad. Desde hace años, vivimos bajo el peso de una administración pública marcada por la ambición desmedida, el ejercicio autoritario del poder y la corrupción institucionalizada.
Los buenos propósitos de un solo gobernante no son suficientes para frenar la corrupción. No se puede justificar la violencia, especialmente verbal de unos pocos, que instrumentalizan el descontento para fines personales, pero tampoco se puede ignorar el clamor de una mayoría que exige dignidad, transparencia y justicia.
El poder, como bien se ha dicho, tiende a corromper; y el poder absoluto, corrompe absolutamente. La ambición, por su parte, puede ser tan destructiva como silenciosa.
La Madre Teresa de Calcuta lo expresó con claridad: “El sufrimiento de unos puede ser provocado por la ambición de otros”. Napoleón Bonaparte, desde otra orilla, reconocía que “la ambición jamás se detiene, ni siquiera en la cima de la grandeza”.
William Ralph Inge, filósofo y teólogo inglés, diagnosticó con precisión uno de los males de las democracias modernas: “La corrupción procede del hecho de que una clase social fija los impuestos y otra los paga”.
Y una frase anónima, tan cruda como certera, nos recuerda que “el gobierno no puede combatir la corrupción, porque la corrupción es el Estado”. En Colombia, esta tríada —ambición, poder, corrupción— se ha vuelto inseparable.
Oriana Fallaci, en su libro Se entrevista a sí misma, confesaba no comprender el mecanismo por el cual alguien se siente investido del derecho de mandar y castigar.
Para ella, el poder, venga de donde venga, es un fenómeno inhumano y odioso. Quino, con su aguda mirada humorística, lo resumió sin rodeos: “La ambición de poder y de dinero es la madre de todas las desgracias”.
Antonio Muñoz Molina, por su parte, desmonta el mito de la inteligencia en el poder: “Nos parecen inteligentes sólo porque tienen un poder inmenso”. Y George Orwell, con su lúcida desesperanza, nos advierte: “No habrá risa; no habrá arte; ni literatura ni ciencia; sólo habrá ambición de poder, cada día de una manera más sutil”.
Frente a este panorama, la pregunta se impone con urgencia: ¿En dónde están los verdaderos líderes? ¿Dónde están los hombres y mujeres capaces de ejercer el poder con ética, con vocación de servicio, con respeto por la verdad y por el otro? ¿Dónde están los que entienden que liderar no es dominar, sino inspirar?
Estamos llenos de negociantes de la política. La democracia no puede sobrevivir sin liderazgo auténtico. Y el país no puede esperar más.


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