
Por Oscar Domínguez G. (Foto)
En el Día Internacional del Café – 1º. de octubre imposible no evocar a la señora del tinto…
Dios está en todas partes, el café colombiano está en casi todas. Ninguna entidad ha cuantificado cuántos prestigios y/o virginidades caen mientras un colombiano se toma un tinto.
El viejo rito del café tiene el efecto mágico de soltar la lengua tan pronto nos lo sirven. La bebida alborota la loca de la casa, uno de los alias de la imaginación. De alborotarla se encarga la señora del tinto. En Colprensa, conocí a la mejor de ellas: Rosita Castellanos (en la foto con este aplastateclas).
En la prehistoria de esa institución colombiana que es la señora del tinto, están las vacas que en el pasado pastaban en Etiopía y de pronto comenzaban a sentirse chéveres, bacanas.
Esas vacas antepasadas, anónimas, africanísimas, tienen la culpa, hoy por hoy, de que el café sea (bueno, fue) el más mono de los cultivos colombianos.
Pero no era suficiente que estos cuadrúpedos pacíficos se sintieran bien de pronto. Se necesitó que algunos pastores etíopes curiosos las descubrieran alteradas, desinhibidas, con ganas de feriar su virginidad al mejor (im)postor.
Vendría después la tarea de carpintería de averiguar por qué tales animales se sentían fuera del libreto, salidas del cuero.
Para no alargar el chico, digamos que los pastores indagaron que la alteración síquica de sus animales obedecía a que solían comer de un árbol de la familia de las rubiáceas, que crecía como los jugadores de basketbol o la palma de cera del Quindío. Ese árbol era el cafeto.
Los españoles que después vinieron en las carabelas trajeron a bordo no sólo a Dios y el idioma. También se vinieron – tan queriditos- con uno que otro malevo sacado de las cárceles. Y con el cafeto, ese que ponía in a las vacas, llamadas “poemas de piedad” por Gandhi, quien seguía una dieta vegetariana adicionada con silencio total los lunes.
El café pegó pilao (fácil) en estas tierras. Durante mucho tiempo, Colombia dependió en buena parte de sus exportaciones para enfrentar los achaques económicos que Dios en su bondad nos dio.
Pero no todo el café se va para afuera. Algo queda en el país, el ripio, generalmente. Pues bien, parte de esos excedentes de exportación llega a las empresas para reencauchar espiritualmente al personal de base y a la aristocracia que nos mira desde arriba y nos paga la quincena.
En la intimidad de la cocina, de la mano de una gentil y discreta dama, el café padece una amorosa metamorfosis y adquiere el certero nombre de tinto, una costumbre colombiana que se pasa con un buen carrizo, hablando mal del prójimo o del gobierno, o escurriéndole el bulto al trabajo. Si por los señores gerentes fuera, ya habrían acabado con esa ceremonia.
Ese café que se queda con nosotros es el que estas mujeres nos regalan todos los días para ponernos como las vacas etíopes. Muy agradecidos. Merecen estatua. Uno puede olvidar el nombre de quien le firma los cheques. O del papa. Nadie olvida el nombre de la señora del tinto. No olvido a Rosita.
Ellas han hecho de la ceremonia del café todo un rito. Son las Juan Valdez, las jefes de relaciones públicas de las oficinas.
Las señoras del tinto le hacen el seguimiento a cada café que sirven. Esto les permite regañar a quien deja enfriar su bebestible, o se olvida de echarle los dos cubitos o cucharas de azúcar que permite la rígida contabilidad empresarial.
Los personajes que llegan de visita preguntan primero por la señora del tinto. Los negocios, después.
Ellas, generalmente, le enciman al paciente que consume su brebaje, su sonrisa reencauchadora y un eterno alegre estado anímico. Nacieron sin el chip del aburrimiento, la pereza, la desesperanza, el pesimismo.
A cualquiera le arreglan el rato. Por el mismo salario, curan tusas de amor, y le dan el consejo exacto al presidente de la compañía que llegó con guayabo moral. Son doctoras corazón y siquiatras de pedal que usan el menos común de los sentidos: el sentido común.
¿Cómo no amarlas y declararlas de prohibida exportación?

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