25 abril, 2024

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El tesoro de los siete obispos, Las Antillas, Colón y el descubrimiento de América

Por Enrique E. Batista J., Ph. D.

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Así ocurrió que, en la Edad Media, en 711, los Moros con su religión musulmana se tomaron victoriosos la península ibérica. Defendiendo su fe y la prolongación de ella en el tiempo muchos peninsulares decidieron ponerse a salvo a sí mismos y a la fe católica frente a los invasores sarracenos. Siete obispos buscaron nuevos mundos con un número apreciable de fieles, varones y mujeres, que los siguieron.  

Bien se relata en la historia que esos siete obispos estaban a la vez cansados de su vida monacal y de acumular grandes riquezas, las que habían obtenido mediante óbolos, herencias de piadosas almas, diezmos y trabajo esclavo de sus fieles. Dado el acontecimiento histórico, tomaron la oportunidad para alejarse del mundanal ruido europeo, de las bajas pasiones y de los sarracenos invasores. Se embarcaron para navegar hacia unas islas más allá de El Peñón de Gibraltar o de las “Columnas de Hércules”, esas que separan en un estrecho al Mar Mediterráneo del Océano Atlántico y a África de Europa. 

Decidieron los siete obispos navegar hacia las islas que, según persistentes relatos de algunos viajeros, aseguraban la existencia de ellas. Por largo tiempo la búsqueda de estas estuvo limitada por la inveterada creencia trasmitida por generaciones de que más allá de lo que marcaba el horizonte estaba la perdición. Algunos relataban que al llegar al horizonte el mar se despeñaba en una muy profunda catarata que significaba la desaparición y muerte de todos los que osaran comprobar la certeza de la creencia. Así mismo, existía un miedo penetrante e intenso a los dragones y a otras imaginadas fieras malignas que abundaban en los mares y que se tragaban sin misericordia alguna a todo aquel que no fuese cristiano bautizado y a los que siéndolo se encontrase en pecado. Convencieron los siete obispos a marineros ofreciéndoles bienaventuranzas y el goce de la dicha eterna. Empacaron todo el oro que habían acumulado más otras riquezas representadas en finísimas joyas que sólo los poderosos reyes, muy pocos cortesanos y obispos podían tener.  

Sin embargo, confiando en la divina gracia y alentados por los ruegos al Creador y sintiéndose protegidos por su fe, la que los iba a salvar en esa aventura marina porque estarían lejos, muy lejos de la lujuria y avaricia de quienes quisieran sus tesoros y también de los invasores con otras creencias religiosas. Convencidos de que la lujuria es un pecado mortal los que se atreviesen a seguirlos serían devorados por las indomables y nada piadosas fieras del mar. Uno de los obispos, magister en nigromancia, encantó a las islas para que no fuesen visibles a nadie sino cuando en la península se reimplantara “nuestra buena fe católica”. Se relata que los intrusos podían ver a las aves, pero no a las islas. 

Cada uno de los siete obispos fundó una ciudad donde sus habitantes vivieron en prosperidad con la riqueza que llevaron y con la que encontraron en abundancia en las nuevas tierras bendecidas por la fe cristiana. Se dice que una tercera parte de las arenas del mar era de puro oro.  Quemaron los barcos para que nadie pudiera regresar a sus santas tierras conquistadas por los sarracenos. https://rb.gy/jmggaj 

Se embarcaron en su odisea, como antes lo había hecho Ulises. Dejaron noticia de adonde iban y rogaron que nadie osara buscarlos porque sufrirían el castigo divino debido a que la riqueza que llevaban la habían obtenido en el ejercicio de santos y divinos oficios. Sin embargo, la noticia permaneció y la avaricia y lascivia llevó a muchos a realizar emprendimientos, que resultaron todos inútiles, para llegar a las islas y arrebatarle los tesoros a cada uno de los siete obispos. También se hizo evidente en las agallas y osadías de muchos que la isla inmensa en la que se instalaron, llena de riquezas, era la misma Atlántida, la que el gran Platón había descrito con precisión y que seguramente se encontraba más allá de las “Columnas de Hércules”. 

Las islas estaban en medio del océano ahí donde hoy están las Antillas, las mismas a las que muchos años después llegó Cristóbal Colón con sus tres carabelas. Los fantásticos relatos decían que eran inmensas por lo que les ofrecía a los siete obispos la seguridad de poder gozar de sus tesoros y seguir acumulando muchos más porque las islas tenían montañas que eran de oro y estaban llenas de manantiales que brotaban con aguas de color argento, que no eran más que la cantidad de plata que traían de la profundidad de la tierra la cual era tomada y acumulada por los afortunados humanos que acompañaron a los obispos. Los ríos en sus apacibles corrientes arrastraban una cantidad de metales valiosos que los europeos no conocían, mientras que en las mismas orillas del mar se podían encontrar las más bellas perlas que jamás habían sido vistas encontradas en inmensas ostras que la bajamar dejaba atascadas en las playas o en las raíces de los manglares.  

Se ha dicho que  la pertinaz, obstinada y compulsiva  insistencia de Cristóbal Colón en hacer el viaje por el océano Atlántico hacia la India por el oeste en lugar de circunvalar el Cabo de La Buena Esperanza en el sur de África se debía a su convicción de que navegando hacia el oeste encontraría las islas inmensas llenas no sólo de los tesoros de los siete obispos sino de la riqueza que manaba de la misma tierra de ríos, montañas e incluso de árboles que tenían troncos que brillaban en oro y hojas de plata como si la misma naturaleza hiciera finos trabajos de filigrana. 

Lo que Colón salió a buscar fueron las islas que en las leyendas se llamaban “Antillas”. En efecto, se sabe que él consultó al cosmógrafo Paolo dal Pozzo Toscanelli sobre la viabilidad de un viaje marítimo hacia el occidente; éste le respondió con copia de carta que le había entregado a otro navegante aventurero. En ella pudo leer Colón: “De la isla de Antillana que usted la llama las Siete Ciudades, de la que usted tiene conocimiento, hay diez espacios (unos 4000 kilómetros) a la más noble isla de Cipango” (Japón). (https://rb.gy/up7rdw).  

Como se ve, las Antillas existieron en los mapas mucho antes de que Colón saliera a encontrarlas. En un mapa de comienzos de los 1400 un señor de nombre Zuane (o Giovanni) Pizzigano, de quien no se sabe mucho sólo que era de la península itálica lo mismo que Colón, usó el término “Antillia” para referirse, sin más precisión, a un conjunto de islas que estaban hacia el occidente muchos más allá de las costas del Océano Atlántico europeo. Algunos señalan que el nombre proviene del portugués “ante-ilha” (“isla opuesta”) basado en la creencia de que estaba exactamente en el lado opuesto a Portugal (o sea, su antípoda), otros señalan que proviene del latín “ante-i(n)s(u)la” (así, Antilla = ante isla) para referirse a una isla que  se encontraría antes de llegar a Cipango. (https://rb.gy/2esmbdhttps://rb.gy/cvnjjy).  

El mapa de Pizzigano, con islas ciertas y otras propias de lo mítico, sólo fue descubierto en 1953, en medio de una inmensa colección de mapas de un conocido cartógrafo, tiene anotaciones en veneciano y en portugués. En el mapa hay cuatro islas, dos de ellas inmensas de forma rectangular, a una la llamó la llamó la “Antilla Roja” y a la otra “Satanagio”. 

 Se cree que Cristóbal Colón conoció bien este mapa en el cual fundamentó su certeza de encontrar un camino más directo al oriente de Asia. A partir de Pizzigano la fantasía mítica identificó a sus islas como el lugar donde se habían asentado los siete obispos con sus riquezas, razón por la cual, a una de ellas se le llamó la “Isla de las Siete Ciudades”. No es de extrañar que el conquistador Ponce de León haya llamado “Puerto Rico” a la isla Borinquen, una de las islas antillanas, de forma rectangular. 

El tesoro de los siete obispos todavía no se ha encontrado. Desde antes de los viajes de Colón reyes de Portugal incitaron a sus marineros a realizar expediciones para encontrar las “Siete Ciudades” y regresar con el tesoro de los siete obispos. Cristóbal Colón no buscaba especies en el lejano oriente, para darle sabor a las insípidas comidas de los reyes y cortesanos, sino esas riquezas que trajeron las obispos ancladas todavía en recóndito lugar en algún lugar de las Antillas. Colón zarpó fue en búsqueda de las “Siete Ciudades”. 

Las huellas de esas míticas ciudades se han buscado por todo el Caribe, no solo en las islas antillanas, sino también en las costas de Brasil, Ecuador, Colombia y Perú, pero también en la Florida y tan al norte como en las islas de Nueva Escocia y Terranova en Canadá.   

No se han encontrado los tesoros de las “Siete Ciudades” de los siete obispos. Para quienes insisten en encontrarlos deben saber que el obispo magister en nigromancia nunca levantó el sortilegio. Sus islas y sus tesoros no son visibles, sólo se puede observar el elegante vuelo de las aves sobre lo ancho y largo del azul y paradisiaco Mar Caribe. 

Se ha olvidado que nigromante obispo con su embrujo dijo que las islas serían visibles a los humanos sólo cuando en la península se reimplantara “nuestra buena fe católica”. Parece que desde que los invasores árabes fueron expulsados de la península, hace ya varios siglos, esa “buena fe católica” todavía no se ha reimplantado. ¿Cuándo será?