17 julio, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

El templo de Eduardito 

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Por Fernando Vera ángel 

fernando.veraangel@gmail.com

De piernas se nos abría la noche cuando llegaba al salón Versalles, al café Metropol o al bar Miami y nos volvía posesos suyos. Tentadora, juguetona. Se ponía sensuales trajes de mujer. Nos enrumbaba hacia el barrio San Miguel y nos abandonaba en el apartamento de Eduardito, mientras se extraviaba con el día siguiente y regresaba a pasarnos revista. O a devolvernos a lares habituales.  

Algunos comensales del antológico salón que ha sido por décadas referente de la carrera Junín le teníamos extrema confianza al segundo piso de una sencilla casa de dos niveles, en la que la poesía y la cháchara eran convidadas permanentes. En donde, cual monje de finas maneras, el anfitrión consagraba con eruditas sentencias las botellas de vino que mientras las escanciábamos estimulaban la camaradería y la desinhibición de los tímidos, ejército que él comandaba.  

Allá íbamos a dar. Sin que nos hiciésemos de rogar.  

Aquel tranquilo lugar de una calle común y silvestre supo de romances adúlteros. Como el de Sergio y Regina. De tormentosos idilios, unos furtivos, otros eternos, mientras duraron (diría de manera genial José Manuel Arango). De los extravíos de Darío Lemus y Humberto Navarro. De las jumas de Amílcar U., de Jaime Espinel y Luis Darío González. De las introspecciones poéticas de Raúl Henao. De los spirituals del negro Billy. De los versos repentinos de muchos de los concurrentes que por arte de magia nos las dábamos de enviados de Dioniso. 

De todo eso fue testigo la noche mientras velaba por sus compinches, unos irresponsables de los cánones habituales que sentados al piso jugábamos con símiles y nos acodábamos en extraños textos. “Barquillo” reñía en su english con la esposa importada de U.S.A. o descrestaba con la lectura de vates y novelistas de moda en Gringolandia, de donde recién había llegado. Y facilitó, con su experiencia compartida sin ningún egoísmo, la actualización de parroquianos que teníamos a Bogotá como la referencia del más osado viaje. Filósofos hoy revaluados, narradores de vigencia centenaria, bardos de alucinadas metáforas, eran tema de lectura y discusión, más o menos acalorada, en la medida en que los jugos de uvas o los tintos blancos hacían de las suyas. 

Escobar reía o asentía con discreción en la medida en que era árbitro de los disensos. De las tantas riñas verbales que afloraron en su morada ninguna lo fue por impertinencia suya. ¡Jamás! Su discreción fue impronta que siempre le admiramos, pero su prosa, la misma que nos atrajo hasta el final de sus días en sus habituales artículos publicados en diarios nacionales, lo hizo ver ponzoñoso y camorrero. Fue un Vargas Vila a la hora de cazar pelea. Y la fraternal diferencia con Jota Mario por credo banderizo fue de alquilar balcón.  

Si alguno de los encuentros en casa de Eduardito servía para brindar por el parto literario de cualquiera de los miembros de la logia, la algarabía era mayor.  

Todos los asistentes sabían, o suponían, las penalidades que implicaba la satisfacción de procrear un poemario con ínfimos recursos, como eran los de casi todos los concurrentes. Y el riesgo siempre latente de que hubiese pocos, muy pocos, que con su compra le diesen sentido a la quijotada de editar por cuenta propia.  

De entre los frecuentes o esporádicos concurrentes sobresalían dos burgueses de maneras exquisitas, hasta cuando el piscolabis les cambiaba su chip.  

Él era un político de traje bermejo que despuntaba exitosa carrera que lo hizo presidente del congreso colombiano y diplomático de nuestro país en diferentes países. Ella, una políglota de ascendencia europea. Su familia tenía reputados hoteles aledaños a los establecimientos que frecuentábamos para platicar, para libar. O para nuestra nada rigurosa dieta alimentaria cotidiana. Causaban admiración y envidia por las demostraciones de cariño y pasión con que se comportaban mientras eran dueños de sus actos. Con unos etílicos encima eran otras personas. Discusiones altisonantes, reclamos sin sentido, daban al traste a veces con nuestras veladas. 

La residencia de Eduardo Escobar fue por espacio de varios años vestigio de lo que pocos lustros antes había sido el publicitado nadaísmo, con el que algunos jóvenes y señores irreverentes se apoderaron del casco céntrico medellinense: la heladería Dumbo, la repostería Astor, Mauna Loa y otros tertuliaderos señoreros de la carrera Junín, que nos servían para darnos ínfulas de que por estos lados había réplicas de los cafés Gijón de Madrid o Tortoni de Buenos Aires.  

Junín era el eje en torno al cual se desenvolvía la ciudad en ciernes de la época. Fue punto convergente de personas que supieron de la existencia del Profeta Gonzalo Arango y de sus discípulos. De personas que asumieron sus enseñanzas. O que, conociéndolas de oídas, las asimilaron. Fue la extensión de aulas universitarias, en donde hervía el agite revolucionario romántico por las gestas de Fidel, de El Ché Guevara y por la fugaz convocatoria del Padre Camilo Torres, quien por aquella época llenaba auditorios, a donde concurría cual reguetonero del barrio Antioquia.  

Algunos alumnos y alumnas de la U de A y de la Nacional que compartían mesas versallescas se perdieron de aquel perímetro. Entre jugos, empanadas, cervezas y guaros nos enterábamos de la ida al monte de Gabriel Jaime, María Elena y algunos y algunas más. Engrosaron células urbanas primero, después, los nacientes elenos, la JUCO y el M19 los sedujeron hasta el sacrificio en históricos combates que se registraron en municipios antioqueños y chocoanos.   

Aledaño al balcón de la morada de Escobar estaba el de otra casa bifamiliar: la del extrovertido torero cantor Noel Petro, quien se enfrentaba a una guitarra eléctrica en los coliseos, a novillos mansos en plazas taurinas. El éxito que alcanzó en el mercado discográfico con sus canciones La Cinta Verde y El Burro Mocho lo indujo a liar bártulos para la capital nacional. Desde el mirador de aquel templo poético algunos nos extraviábamos de etílicos recitales tratando de ver a Catalina, la más bella y coqueta quinceañera del sector, que emigró junto a su padre hacia la fría urbe antes de que los Escobar partiesen. 

Al cerebral bardo antioqueño la capital, igual que la noche, se le tornó sugestiva apenas la conoció.  

Fue a parar allá en busca de horizontes estables, tras posibilidades publicitarias, laborales o mini empresariales que por estos lados le fueron adversas. Por su manera de ser, remota de toda pretensión, hizo fácil la dispendiosa y enojosa tarea de vender publicidad para una guía nochesca finisemanal, que afamó singularmente. Bogotá lo mantuvo en alta estima dentro de estrictos cenáculos intelectuales, que lo respaldaron a la hora de cazar debates con colegas suyos de fogoso temperamento a través de sus notas de El Tiempo, varias con impensadas posiciones derechistas. Lo avalaron premios de la alcurnia del Simón Bolívar y el del CPB por su quehacer periodístico.  

Eduardo Escobar, con las mismas condiciones franciscanas que siempre lo señalaron, hizo grata y llevadera su inopia en el solar capitalino.  

Cuesta trabajo suponerlo en su rol de influyente intelectual con su característico volumen bajo y reposado de voz que subyugaba: ni el fragor de la polémica lo alteraba. En sus notas públicas se regodeó polémico y urticante exponiendo su vasto lenguaje e imaginación inconmensurable, que lo delataron todavía joven e inteligente a sus ochenta. En lo personal, siguió siendo el peculiar introvertido que antaño fue. Con esa facilidad para hacerse querer que lo particularizó entre quienes supieron aproximársele. 

Invocando a Khayyam, o encomendándosele a Baco, como hace cincuenta y tantos años lo hacíamos, recordó que en Medellín vivió días en los que las puertas de algunos hogares se abrían de par en par. Sin ninguna prevención. Y a ellos ingresábamos quienes teníamos avidez de camarilla, o de poética identificación.  

Y entre esas puertas que se abrían con inusitada frecuencia estaban las de la modesta vivienda de Eduardo Escobar, cercana a la clínica El Rosario de Villahermosa, a donde para ingresar jamás exigió carnet de socio. En donde residió recién llegado de su natal Envigado, en donde nació el 20 de diciembre de 1943. A donde fue a morir el 18 de marzo de 2024. Y en donde, apenas superados sus pantalones cortos, merodeó por Otraparte. Por la admiración que le despertó Fernando González. Tanto a él, como a sus cómplices de ideas poéticas.