Por Sandra Milena Alvarado P.
En la política latinoamericana hay una vieja costumbre que ha hecho mucho daño: reducir la biografía de un hombre a una etiqueta.
En los años setenta bastaba con llamarle “burgués” o “reaccionario” a cualquiera que osara desconfiar del socialismo real para descalificar su argumento sin siquiera escucharlo. Hoy, en Colombia, el truco se ha sofisticado muy poco: a Juan Carlos Pinzón le basta haber trabajado en el gobierno de Juan Manuel Santos para que ciertos cruzados de la pureza ideológica lo señalen con el simplismo de siempre: “es santista”.
Nada más cómodo, y nada más injusto.
Por qué a Pinzón no se le juzga por lo que hizo, por los resultados que ayudó a construir o por las posiciones que ha defendido; se le intenta anular con una palabra, como si décadas de formación, servicio público y trabajo en el sector privado pudieran borrarse con un adjetivo malintencionado. Es el triunfo de la pereza intelectual sobre el esfuerzo de pensar.
Conviene recordar un dato elemental: en una democracia, los gobiernos pasan, pero el Estado permanece. Y hay servidores que, en lugar de arrodillarse ante una persona o una coalición, deciden poner su experiencia al servicio del Estado, aunque cambie el presidente de turno. Ese es, precisamente, el caso de Juan Carlos Pinzón.
Trabajó con Uribe en materia de seguridad y defensa, en años donde el Estado se jugaba la posibilidad misma de existir en amplias zonas del territorio. Luego fue ministro de Defensa y embajador en el gobierno de Santos, etapa en la que la Fuerza Pública se fortaleció y la ofensiva contra el crimen organizado no se detuvo. Más tarde colaboró con Duque, y en paralelo ha tenido una trayectoria seria en el sector privado, donde nadie regala puestos ni aplausos: se rinde cuentas, se miden resultados.
¿En qué cabeza cabe que esa hoja de vida, que atraviesa gobiernos distintos y responsabilidades complejas, se resuma con un “es santista”, como si se tratara de un militante ciego, incapaz de diferenciar el acierto del error?
El argumento, además de pobre, es tramposo. Se usa para insinuar que Pinzón habría sido cómplice de las concesiones más controversiales del proceso con las FARC y del irrespeto al resultado del plebiscito. Pero esa es otra desfiguración interesada. Una cosa es creer en la necesidad de una salida negociada al conflicto —posición legítima, incluso sensata, si se hace sin claudicar— y otra muy distinta es aplaudir el desbalance, la impunidad y el desconocimiento abierto de la voluntad popular.
Pinzón, que conoce de primera mano la amenaza del terrorismo y del narcotráfico, nunca ha defendido la paz entendida como capitulación del Estado. Su visión ha sido constante: diálogo, sí; pero desde la fuerza legítima, no desde la debilidad; reconciliación, sí; pero con verdad, justicia y respeto por las reglas de la democracia. Que un gobierno al que él sirvió haya terminado cruzando líneas que millones de colombianos consideraron inaceptables, no lo convierte automáticamente en cómplice de esos excesos, del mismo modo que un buen médico no se transforma en charlatán porque el hospital donde trabajó cambie de director y de rumbo.
Reducirlo a “santista” es, en el fondo, un síntoma de nuestros peores vicios políticos: la necesidad de dividir el país en bandos cerrados, de obligar a todos a matricularse de por vida en un culto, de negar la posibilidad de la independencia intelectual. Si estuviste alguna vez aquí, debes quedarte para siempre allí; si fuiste parte de un gobierno, eres responsable de cada una de sus decisiones, incluso de aquellas que no compartiste y ante las que marcaste distancia. Es la lógica del linchamiento moral, no la de la crítica honesta.
Lo que incomoda de Pinzón no es su pasado: es su solvencia presente. En un momento en que Colombia sufre las consecuencias de la improvisación, del experimento ideológico y del desprecio por las formas institucionales, pone nerviosos a muchos el que exista un candidato que puede exhibir algo tan poco frecuente como una combinación de mérito, formación y experiencia comprobada.
Ha gestionado seguridad, ha negociado en escenarios internacionales, ha trabajado con empresarios, ha entendido las cuentas del Estado y las del mercado. Ha visto cómo se toman decisiones reales, no en seminarios, sino frente a amenazas concretas. Y todo eso lo ha hecho defendiendo una misma columna vertebral: orden institucional, defensa de la democracia, respeto a la ley, economía que genere oportunidades y no solo discursos.
Quienes lo atacan con la etiqueta de “santista” no discuten eso. No se atreven a debatir en serio si, comparado con otros nombres que hoy circulan, no es Pinzón quien está mejor preparado para asumir la Presidencia. Es más fácil agitar un fantasma que enfrentar los hechos.
Pero la política, afortunadamente, no pertenece solo a las redes sociales ni a los círculos más ruidosos. También pertenece a ese ciudadano que mira la realidad con un poco más de calma, que recuerda cómo se irrespetó el plebiscito, cómo se hicieron concesiones inaceptables a la guerrilla, y al mismo tiempo tiene la suficiente madurez para distinguir entre quienes se beneficiaron de esa deriva y quienes, desde dentro o ya fuera de ese entorno, marcaron su desacuerdo y siguieron defendiendo un modelo de Estado serio.
A esos ciudadanos va dirigida, en el fondo, esta reflexión. A quienes no se conforman con la caricatura. A quienes pueden ver que haber trabajado con Uribe, con Santos y con Duque no es una deshonra, sino una prueba de versatilidad y de servicio al país por encima de trincheras. A quienes entienden que, para gobernar Colombia en la situación en la que está, no basta con tener opiniones fuertes: hace falta saber, haber hecho, haber aprendido.
La campaña que hoy impulsa a Juan Carlos Pinzón no se construye sobre el culto a un hombre infalible, sino sobre una idea sencilla y poderosa: que la Presidencia de la República no puede ser jamás una pasantía ni un experimento. Que el futuro de Colombia exige alguien que haya demostrado, en escenarios distintos y bajo gobiernos diferentes, que tiene la cabeza fría, la mano firme y la convicción democrática para sostener el país cuando vengan días aún más difíciles.
Llamarlo “santista” para descalificarlo es, simplemente, negarse a pensar.
Y Colombia, si quiere salir de este círculo de errores, ya no se puede dar el lujo de seguir pensando tan poco.


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