@eljodario
De la escritora caleña Carmiña Navia Velasco
Tomado de El Tiempo
La autora es miembro de número de la Academia de la Lengua y ganadora del premio Casa de las Américas en el 2004.
Gustavo Álvarez Gardeazabal acaba de entregarnos un libro con el que asegura que cierra su carrera literaria: ‘El papagayo tocaba violín’, un excelente texto mestizo y ambiguo, a caballo entre las memorias, la autobiografía y la saga familiar. Leerlo constituye un inmenso gozo literario en múltiples sentidos. A lo largo de estas líneas me referiré a él como novela, por cuestiones de economía lingüística. Su estructura es de una novela, pero en ella se pasa en una misma línea de la imaginación más desbordante a la más cruda realidad.
El recorrido narrativo se inicia con el nacimiento de un YO, del que no nos queda más remedio que pensar que es el del mismo autor. Este niño vomitón, recién nacido nos anuncia que va a registrar su vida porque su conciencia se lo permite hacer, desde los primeros instantes de su nacimiento. Nos muestra entonces un entorno familiar amplio en el que asoman, desde las primeras páginas, dos figuras fuertes en la vida y por supuesto personalidad del “vomitón”: la madre, portadora de una leche rechazada violentamente y el abuelo materno, portador de la salvación del bebé-protagonista.
Lectores y lectoras esperamos la evolución de ese bebé, pero esta historia del niño que nace, se desplaza en el tiempo y en el espacio y nos transporta a mundos muy amplios en los que asistimos a la construcción de varias culturas: la antioqueña y la del norte del Valle del Cauca, la minera y la cultivadora de diferentes tierras y alguna ciudad; pero desde aquí, nos movemos mucho más allá, porque Álvarez Gardeazabal actualiza en cada una de sus obras la sentencia de Tolstoi: “Pinta tu aldea y pintarás el mundo”.
La narración se retrotrae al menos a cuatro generaciones atrás y en ella asistimos a fundación de pueblos y veredas, a guerras nacionales o locales, a enfrentamientos familiares, a próceres, a locuras y suicidios… todo en una sucesión muy bien hilada que configura la saga de dos familias unificadas precisamente en ese “yo” convertido, desde el principio hasta el final, en un embrague y desembrague de tiempos y de espacios, de nacimientos y rupturas.
Uno de los aciertos de la novela es la permanente puesta en escena del proceso mismo de la escritura. El narrador nos cuenta cómo surgió la idea de esta historia y cómo poco a poco fue construyéndola a partir de sus consultas en iglesias y notarías, a partir de su ir y venir entre sus gentes del presente y del pasado.
Y precisamente así, los lectores podemos acceder a la estructura narrativa en la cual logra el autor sus mayores y más originales aportes y logros. Gustavo Álvarez, en esta y en otras obras consigue una maravillosa estetización del chisme. Sus historias -no sólo esta- se construyen recuperando la capacidad de resonancia que tiene “el boca a boca” y el sotto voce de los pueblos y en general de la condición humana. El narrador nos hace un guiño en este sentido:
No debió haber sido ni tan buen militar ni tan mal patrono, porque en ese chismerío en que terminó convertido con el paso de los años el cañón del Porce nunca se volvieron mitos las batallas del general Eusebio ni se habló tanto ni con tal detalle como sí se hace todavía de mi abuelo Pablo y sus hazañas auríferas, sexuales y alcohólicas.
Me parece pertinente, transcribir la cita de la periodista norteamericana Francesca Peacock, en su ensayo: ‘¿El chisme como género literario?’: «Vale la pena usar una definición práctica. Al igual que el chisme del mundo real, el chisme literario revela verdades que normalmente están ocultas, el tipo de información de la que se habla —cuando se habla— en voz baja. Utilizo el término «chisme» sin sus connotaciones negativas: es escritura personal, ya sea sobre su autor y su familia o sobre otras vidas que conoce íntimamente; es escritura que traspasa los límites de lo aceptable para revelar, escritura que es más (aparentemente) abierta, escritura que deja a su autor vulnerable en la página. Fundamentalmente, es escritura que tiene en cuenta a un lector: el destinatario de una carta, el destinatario de unas memorias o incluso simplemente el autor que relee su propio diario. Esta naturaleza conspirativa parece definir el género, independientemente de la publicación masiva de una obra; es una afirmación de la experiencia personal o de secretos, combinada con la conciencia de que estos se volverán (al menos semi) públicos».
En la medida en que accedemos al Tuluá de Cóndores, o al pueblo de Dabeiba, estamos asistiendo al develarse de información que ha permanecido guardada u oculta pero que es imprescindible para comprender el destino de los personajes y de la misma comunidad en cuestión. Algunas veces nos preguntamos también si estamos asistiendo a auténticas conspiraciones… En el caso de El Papagayo, lo que se nos va develando son las intimidades de una familia y las locuras y aciertos de aquellos por los que la historia se construye y transmite: desde el primer suicida que se cuelga de un palo de mango, hasta la bisabuela rica que escoge como padre de sus hijos a un marica, pasando por las dedicaciones y aficiones del cura de la saga.
Toda la novela está atravesada por un fino y rico sentido del humor de tal manera que al leer nos podemos imaginar la sonrisa pícara que quien dirige la pluma tiene sobre su rostro. Este mismo humor es el que permite que los papagayos toquen violín o que los niños de días de nacidos registren sus recuerdos. Me queda poco por decir, sólo una invitación a leerla. Se trata de una obra que pone un broche de oro a un recorrido literario enormemente rico y variado.
Uno de los aciertos de la novela es la permanente puesta en escena del proceso mismo de la escritura. El narrador nos cuenta cómo surgió la idea de esta historia y cómo poco a poco fue construyéndola a partir de sus consultas en iglesias y notarías, a partir de su ir y venir entre sus gentes del presente y del pasado.
Y precisamente así, los lectores podemos acceder a la estructura narrativa en la cual logra el autor sus mayores y más originales aportes y logros. Gustavo Álvarez, en esta y en otras obras consigue una maravillosa estetización del chisme. Sus historias -no sólo esta- se construyen recuperando la capacidad de resonancia que tiene “el boca a boca” y el sotto voce de los pueblos y en general de la condición humana. El narrador nos hace un guiño en este sentido:
No debió haber sido ni tan buen militar ni tan mal patrono, porque en ese chismerío en que terminó convertido con el paso de los años el cañón del Porce nunca se volvieron mitos las batallas del general Eusebio ni se habló tanto ni con tal detalle como sí se hace todavía de mi abuelo Pablo y sus hazañas auríferas, sexuales y alcohólicas.
Me parece pertinente, transcribir la cita de la periodista norteamericana Francesca Peacock, en su ensayo: ‘¿El chisme como género literario?’: «Vale la pena usar una definición práctica. Al igual que el chisme del mundo real, el chisme literario revela verdades que normalmente están ocultas, el tipo de información de la que se habla —cuando se habla— en voz baja. Utilizo el término «chisme» sin sus connotaciones negativas: es escritura personal, ya sea sobre su autor y su familia o sobre otras vidas que conoce íntimamente; es escritura que traspasa los límites de lo aceptable para revelar, escritura que es más (aparentemente) abierta, escritura que deja a su autor vulnerable en la página. Fundamentalmente, es escritura que tiene en cuenta a un lector: el destinatario de una carta, el destinatario de unas memorias o incluso simplemente el autor que relee su propio diario. Esta naturaleza conspirativa parece definir el género, independientemente de la publicación masiva de una obra; es una afirmación de la experiencia personal o de secretos, combinada con la conciencia de que estos se volverán (al menos semi) públicos».
En la medida en que accedemos al Tuluá de Cóndores, o al pueblo de Dabeiba, estamos asistiendo al develarse de información que ha permanecido guardada u oculta pero que es imprescindible para comprender el destino de los personajes y de la misma comunidad en cuestión. Algunas veces nos preguntamos también si estamos asistiendo a auténticas conspiraciones… En el caso de El Papagayo, lo que se nos va develando son las intimidades de una familia y las locuras y aciertos de aquellos por los que la historia se construye y transmite: desde el primer suicida que se cuelga de un palo de mango, hasta la bisabuela rica que escoge como padre de sus hijos a un marica, pasando por las dedicaciones y aficiones del cura de la saga.
Toda la novela está atravesada por un fino y rico sentido del humor de tal manera que al leer nos podemos imaginar la sonrisa pícara que quien dirige la pluma tiene sobre su rostro. Este mismo humor es el que permite que los papagayos toquen violín o que los niños de días de nacidos registren sus recuerdos. Me queda poco por decir, sólo una invitación a leerla. Se trata de una obra que pone un broche de oro a un recorrido literario enormemente rico y variado.


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