
Por Iván de J. Guzmán López
Las sociedades del mundo, por lo general, están conformadas por hombres buenos, cuyo emblema en la vida es estudiar, trabajar, y ser buen ciudadano. Colombia no escapa a esta definición: la gran mayoría de nuestros compatriotas son gente buena. Gente que paga impuestos, que es respetuosa, que va a su trabajo con alegría, que produce con honradez, hace parte de las grandes mayorías, cuyos sueños, valores y esfuerzo no les permite hacer daño a la sociedad, no delinquen, no matan, no mienten y no se engañan a sí mismos.
Raúl Cadena Cepeda, por ejemplo, es un mejicano ejemplar, originario de Monterrey, México, y es ingeniero Civil del Tecnológico de Monterrey; como hombre honesto, gusta de la Filosofía, la historia y literatura. De su cosecha, quiero citar una anécdota de honestidad:
“Frente a la taquilla de un cine, está fijado un mensaje que decía: Niños menores de 5 años no pagan boleto.
Una madre en compañía de su hijo de 5 años de edad, solicita en compra dos boletos a la señora de la taquilla:
-¿Qué edad tiene el niño? –Pregunta la taquillera.
-Cinco años -responde la madre.
-Parece menor -dice la empleada-. Si usted me hubiese dicho que tiene cuatro, yo no me habría dado cuenta y usted sólo pagaría un boleto.
-Usted no se habría dado cuenta –responde la madre-; pero él, sí”.
“Así es como se transmiten los valores”, concluye el ingeniero Cadena Cepeda.
Según el DANE, en uno de sus informes del año 2024, la población total de Colombia llega a 52 millones 216.000 personas. De ella, sin duda, un 99.5% es gente buena, honrada, estudiosa, trabajadora, con valores; pero ese 0.5% restantes, entre quienes contamos a buena parte de la clase política, parece no cumplir este denominador común. Y lo más horroroso: pareciera, acorde a lo que vivimos, que esta minoría domina cómodamente a la inmensa mayoría que demuestra día a día, trabajar con honradez, sentido de familia, de sociedad y de patria.
Son horrorosos los escándalos que día a día destapa la prensa, donde se observa, incluso, participación de la propia justicia en escándalos escabrosos e inverosímiles en otras latitudes. El caso de Caso Odebrecht, que hoy muestra a expresidentes condenados en otros países, aquí no produce ni rabia; el sonado escándalo en la Fiscalía y en la Corte Suprema de Justicia, este último llamado «El Cartel de la toga», es absolutamente increíble; el llamado cartel de la Chatarrización, sigue incólume; el cártel de las Regalías, el caso de la refinería de Cartagena, los desfalcos a Ecopetrol, los escándalos de financiación de campañas, entre decenas, son lacras que nos muestra como una sociedad corrompida y sucia.
La violencia se nos convirtió en cosa tan lucrativa, que nos presenta personajes que han nacido, crecido y muertos (¡de muerte natural!) sin pagar un solo día de cárcel y, muchos de ellos, terminan de senadores de la república, gestores de paz y presidentes de gremios; los atracos, el asesinato de niños, mujeres y jóvenes es cosa diaria.
Cómo añoramos esas épocas en las cuales teníamos magistrados probos, jueces insobornables, delincuentes a raya y un congreso de gentes ilustres, sin mercaderes vendiendo su voto al mejor postor, para aprobar leyes que benefician luego a la delincuencia misma y a los poderosos, en contravía del juramento hecho ante Dios y la Patria.
El país que merecen nuestros hijos, no es este, definitivamente; el que merecen es un país de justicia, honestidad, de trabajo y de paz, donde no tenga cabida la delincuencia, y menos la de cuello blanco. Esta es la más dañina que pueda soportar una sociedad y por lo tanto, la que se debería combatir y castigar con mayor severidad.
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