
Antioquia, una tierra para no olvidar
Por la escritora Gloria Inés Montoya Mejía
Vestido con una bata de enfermo, sentado sobre la cama de un hospital, tan solitario, sin entender la causa de su reclusión, angustiado ante el patético escenario, de pronto empezó a ver por el pasillo a sus 12 hermanos. Uno a uno desfilaban sin mostrar señas de estarlo buscando. Empezó a llamarlos por sus nombres, a manotear: “Oigan, vengan, aquí estoy, soy Francisco”. Nadie lo miró y siguieron su camino. “¿Será que no me reconocieron?, ¿tal vez no me escucharon? Mmmm”. Suspiró. “¿O mis hermanos tendrán alzhéimer y ya no me recuerdan?”. Un nuevo silencio lo embargó. “¿O tal vez lo sufro yo?”.
Ante tal impotencia, su corazón se aceleró, una bocanada de aire expulsó mientras, para su fortuna, despertó. Aún sudoroso posó las manos en sus canas blancas, secó la humedad de su frente, consciente de que su mente lo había llevado a un viaje por la sensación del olvido.
Algunas culturas antiguas, como la egipcia o la maya, han rendido culto a sus muertos para mantenerlos vivos, bajo el principio de que solo mueren cuando los olvidan —así de frío y doloroso es el olvido—. Pero qué tal si un día los vivos olvidan todo, incluso que están vivos, y quedan postrados en una cama, atrapados en su cuerpo, con su cerebro tostado, convertido en una pasa seca y sin funciones, en la dolorosa muerte del olvido. Esa tragedia la viven hoy 55 millones de personas en el mundo; de no encontrar un remedio, se estima que para el año 2030 serán 78 millones, y que para el 2050 la cifra escandalosa estaría en 139 millones de personas perdidas en la nebulosa de la nada.
Por fortuna, hoy el Dr. Francisco Lopera Restrepo, director del Grupo de Neurociencias de Antioquia, apoyado por la Universidad de Antioquia, y en asocio con importantes universidades del mundo como Harvard y entidades globales dedicadas al cuidado de la salud, opina que tal vez en Antioquia está el remedio para no olvidar.
Aragón, Santa Rosa de Osos, Antioquia, 1960
El único carro que circulaba por las calles de Aragón, admiración de muchos, transportaba a buen ritmo las canastas de rejilla con los frascos de vidrio llenos de leche recién empacada. Apresurado, don Luis Emilio Lopera, el dueño de la tienda, organizaba los víveres que llevaría a su casa y, de paso y aprisa, vendía a sus vecinos lo poco que iba quedando en los estantes de madera en el afán que vivía el pueblo ante el rumor que corría: que ese 13 de mayo, según los tres secretos revelados por la Santísima Virgen a los tres niños de Fátima (Portugal), se acabaría el mundo.
Desde 1917, cuando Francisco, su hermana Jacinta y su prima Lucía contaron que habían visto en Cova de Iria, Portugal, a una bellísima mujer que resplandecía como el oro y lloraba por la suerte que correría la humanidad por el precio de sus pecados y el trato que daban a Dios, el mundo estaba en vilo y conmovido, al punto que doña María Elena Restrepo, la esposa de Luis Emilio, bautizó en 1951 a su recién nacido con el nombre de Francisco en honor al pastorcito, y anhelaba que Dios le diera al menos dos hijas más, para llamarlas Jacinta y Lucía; una solicitud que se cuatriplicaría hasta sumar 13 hijos, una tradicional familia paisa: la de los Lopera Restrepo, orgullosamente oriundos de Aragón.
Ese día, el pequeño Francisco escuchaba en la radio cómo se preparaba el planeta entero para su fin, y pensaba, a sus escasos nueve años, que Aragón sería el último territorio en acabarse, pues ahí terminaba la carretera que no iba a ningún lugar más: ese era el último pueblo del mundo. Pero terminó el día, el mes, el año de 1960, y el mundo no se acabó. El pequeño, que de verdad creyó en aquel final, sintió que era una nueva oportunidad, el inicio de un nuevo tiempo que debía aprovechar, mas ya no tan confiado en los mitos y las tradiciones religiosas. Aunque tenía en cuenta que aquella mujer había predicho el fin de la Primera Guerra Mundial y el inicio de una segunda, aún más mortífera, que sí sucedió, antes incluso de nacer Francisco. Sin embargo, el muchacho percibió bien lo que se avecinaba: una nueva época, dinámica y convulsionada, década en la cual el hombre pisaría por primera vez la Luna.
“¡El Espectador, El Espectador!”, gritaba el repartidor del periódico. Su padre compraba algunos ejemplares para la tienda, y eso le daba tranquilidad al niño, quien corría hacia la iglesia, en el segundo repicar de las campanas, pues ahora era acólito de su parroquia, con un sueldo asignado de 30 pesos que le permitían ayudar en su casa y de paso acceder a un ejemplar para leer cada domingo. Leer era su verdadero placer. Había entendido desde muy pequeño que el que leía accedía a secretos que el resto no podía, y eso le encantaba: por eso él se había esforzado desde los cuatro o cinco años en aprender a leer.
Cuando cumplió con su oficio de auxiliar al sacerdote en la misa dominical de esa mañana, se fue apresurado a revisar El Espectador.
Hacía un tiempo que se estaba enfocando en los objetos voladores no identificados (ovnis), un tema que le despertaba una gran pasión. Desde 1947, cuando un extraño objeto cayó en el desierto de Nuevo México, territorio americano, exactamente en Roswell, el mundo no había dejado de hablar de avistamientos y visitantes que invadirían la Tierra, y aún en la época de Francisco se discutía, tal vez con más ahínco que nunca, sobre ovnis y seres de otros planetas. Por eso él estaba absolutamente interesado, a tal nivel que decidió que lo suyo era la astronomía. Hacia allá estaba enfocando su mente, su propósito de vida proyectado, pero ese domingo un gran titular cambiaría todo: “Los ovnis solo existen en la mente de las personas”.
En ese momento dejó de mirar al cielo, su alma se concentró en conocer la mente, allí, donde estaban ahora los ovnis. En un primer momento se le ocurrió estudiar psicología para poder investigar el misterio, pero el plan de su alma era otro.
Su padre, aunque no era letrado, entendía la urgente necesidad de que sus hijos estudiaran, y decidió emprender camino hacia Yarumal, la tierra de Epifanio Mejía, el poeta, compositor del himno nacional, y un hombre que desde muy joven sufrió un tipo de demencia, seguramente alzhéimer, que lo llevó a estar recluido en un hospital psiquiátrico por más de 40 años.
Era también la tierra de Francisco Antonio Cano, el gran pintor que dejaría para la posteridad el bellísimo cuadroHorizontes, una oda a la colonización antioqueña; de Mariano de Jesús Euse, el beato que todos en Antioquia conoceríamos como Marianito; de Rubén Piedrahíta Arango, miembro de la Junta Militar que dirigiría al país tras la dictadura del general Rojas Pinilla; de Carlos Rodríguez, pionero de la fotografía en Antioquia; de Octavio Arismendi Posada, gobernador del departamento (1965-1968).
No importa a cuál de los municipios que conforman la subregión del Norte de Antioquia se fueran don Luis y doña María Elena con sus hijos: tenían la fortuna de habitar una de las regiones más bellas y prósperas de Antioquia. Ya se fueran hacia Santa Rosa de Osos, Briceño, Angostura, Belmira, Campamento, Carolina del Priìncipe, Donmatiìas, Entrerriìos (donde vivían sus abuelos), Goìmez Plata, Guadalupe, Ituango, San Andreìs de Cuerquia, San Joseì de la MontanÞa, San Pedro de los Milagros, Toledo, Valdivia o Yarumal (a donde se trasladaron al principio): lo grandioso es que estarían en su tierra, la de una cultura muy típica.
La tierra de los paisas, un grupo humano con una selección natural que se había convertido en un misterio en Colombia y el mundo por esa particular filosofía de vida traspasada de generación en generación, dentro de la cual la familia numerosa, como la de los Lopera, era lo primero; las mujeres matriarcas, como doña María Elena, dirigían con gran capacidad la formación de su prole; los hombres migraban hacia donde había oportunidades económicas y de educación para su familia, como lo hacía don Luis Emilio; el ahorro era una característica común y la palabra valía, como se lo enseñó a sus hijos, y Francisco, ya siendo un doctor reconocido, lo recordaría a cada paso.
Se cuenta que el rey español Carlos IV envió a mediados del siglo XVII al primer médico de que se tenga noticia en este territorio. Era de origen francés, el doctor Pedro Euse, y llegó a San Luis de Góngora, actual Yarumal, para atender la salud de ese importante real de minas. Curioso que, según el equipo de investigación del Dr. Lopera, el año de 1745 pueda ser la fecha probable en que llegó la primera familia con la anomalía genética que produce aquella demencia temprana actualmente llamada alzhéimer, que padecen los lugareños de este territorio de Antioquia como caso único en el mundo.
La medicina no fue una profesión que atrajera a Francisco Lopera desde niño, porque él y su familia sobrevivieron con los eficaces remedios utilizados por las mujeres de la casa: un poco de clara de huevo para ayudar a las articulaciones, unas flores de margaritas machacadas hasta hacer un ungüento para sanar la conjuntivitis o una papa partida en pedazos para desinflamar los chichones que les dejaban los golpes a los 13 inquietos miembros de la familia fueron suficientes para creer que la salud estaba solucionada. Sin embargo, el tiempo, los buenos consejos de algún amigo que aún recuerda por su sabiduría y claridad, la llegada a vivir a Medellín y el paso por la Universidad de Antioquia fueron lentamente despejando el camino al que tendría que llegar Francisco: la medicina, sin olvidar que su objetivo se había mantenido, y era buscar los ovnis que se producían en la mente.
Así llegó a la neurociencia, y, por causas misteriosas de la vida, de su subregión del Norte de Antioquia, exactamente del municipio de Belmira, le llegó un paciente de 47 años reportando una súbita pérdida de la memoria. Al preguntarle sobre la situación, respondió de manera natural que igual lo había sufrido su padre, que aquello era el resultado de una cadena hereditaria. Así empezó este diagnóstico que lo ha llevado a varios municipios de ese territorio bello, de ese entresijo de montañas formadas por la cordillera Central que el Dr. Lopera tanto ama, como casi todos los que en ellas han nacido, y donde quiere vivir y morir mirando con permanente sorpresa cómo en sus picos se levantaron los más pintorescos pueblos de Antioquia.
De Belmira, de Yarumal, de Angostura o de cualquiera de los municipios del Norte han donado cerebros de los difuntos que, aunque olvidaron, se resisten a ser olvidados, se rebelan ante el futuro de una genética que los condena a olvidar hasta la tierra que aman, Antioquia, y por eso le abren su cerebro al Dr. Lopera y su equipo de investigación, para que ellos encuentren en la mente los OTNIS: objetos transmisores no identificados, más misteriosos que los OVNIS que ha buscado desde niño.
Ahora la gran noticia es que estos cerebros, abiertos como una caja de pandora ante los ojos del gran investigador, exhibieron increíblemente una nueva información: la de personas que tienen el gen paisa, como lo ha denominado el equipo de investigación, responsable de la transmisión de la enfermedad; y, a su vez, mostraron que tienen otro gen que los protege del desarrollo de esta a edad temprana y disminuye los síntomas en casi su totalidad.
Estos datos son la esperanza de millones de personas y de sus familias, que anhelan el tan prometido remedio que ha sido esquivo y que el Dr. Francisco persigue sin descanso, porque a él esta enfermedad no se le ha vueltonormal en sus 35 años de trabajo, y aún se le aguan los ojos, y tiene que parar sus lágrimas, para contar que una mujer de 47 años que apenas empezaba a sentir los estragos del olvido vino desde Estados Unidos a su consultorio en Medellín, y que, luego de estudiarla y entendiendo la gravedad del diagnóstico, se levantó de su escritorio, le dio un abrazo y le dijo: “Tienes cinco años para organizar tu vida antes de que lo hayas olvidado todo”.
Porque, como lo escribiera el poeta de su tierra (de Santa Rosa de Osos), el gran Porfirio Barba Jacob:
Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.
Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútiles monedas tasando el Bien y el Mal.
Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos…
(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.
Mas hay también ¡Oh Tierra! un día… un día… un día…
en que levamos anclas para jamás volver…
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!
Somos en este universo la canción de una vida profunda llena de altibajos, y es grandioso morir con nuestros recuerdos vivos… Esa es la herencia que quieren dejarnos el Dr. Francisco Lopera y su equipo de investigación, desde Antioquia para el mundo…
“Una tierra para no olvidar”.

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