29 junio, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

El Juicio Final

Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

El hombre que inició la ruta de su fin el 3 de febrero de 1557 en el sereno y a la vez severo Monasterio de Yuste, ocupando una vivienda acondicionada tres años antes y de proporciones tan reducidas como el Palacio de Gante, en Bruselas, donde nació el 24 de febrerode 1500, era el trasunto viviente del esplendor y del fracaso.

El Rey Carlos I de España y V de Alemania, El Emperador, rigió sobre un mundo que no tenía límites, donde no se ponía el sol, que así lo heredó su hijo Felipe II. La tierra a sus pies se había expandido en 1522 cuando Hernán Cortés se asomó a México y cuando, diez años después, Francisco de Pizarro añadió el Imperio Inca a su cartografía de potestad: los horizontes se hicieron extensos y las riquezas proliferaron cuantiosas bajo la égida del Monarca único.

Pero Carlos era, también, un hombre derrotado, que llegaba a ese lugar de Extremadura a ocuparse de su propio ocaso. Realizaba labores de jardín, se entretenía con aparatos pueriles de astronomía y desgajaba su pasión por los relojes. Dos de ellos le merecieron el siguiente apunte, una vez que no pudo ponerlos de acuerdo: “¡Que loco era, he pretendido, no obstante, reducir a la uniformidad tantos pueblos diferentes en su lenguaje y clima!”.

Sí: era la otra cara de la moneda de su perdición. Nacido en un retrete, que así se cuenta que lo parió su madre Juana, la reina imposible, sus abuelos maternos –los Reyes Católicos Isabel y Fernando— y los paternos –el gran Maximiliano I y María de Borgoña— le dejaron una herencia de reinos en España y le encimaron el Sacro Imperio Romano Germánico. Se pasó la vida en una itinerancia sin sosiego tratando de detener la desunión que llegaba sin remedio, mientras la Edad Media se

deshacía como un tejido sin puntadas. Hasta en los confines de su lecho en Yuste abanderó la vigencia inflexible de la religión católica –enfrentándose al protestante y al infiel–, incluso apañando las salvajadas de La Inquisición, que descargó impío y agonizante sobre un predicador de la Corte y el arzobispo de Toledo.

Este último lo visitó cuando el Rey iba camino de la muerte y aunque expresara su repugnancia al verle. Ya nadie podía detener a El Emperador. Estaba enfermo de gota, la gota que penaba a los Austrias como el prognatismo desperfilaba a los Habsburgo. Y como acontecería con su hijo Felipe II a quien le legaría esa forma compleja de artritis, no dejaba de comer en su silla articulada.

Iba a morir por la boca. Voraz. Un tal doctor Matisio que lo visitó, escribió después: «Salvo manifiesto empeoramiento de su salud, no perdona el cordero asado; el buey o la ternera, al lomo, hervidos o cocidos; conejos y capones al lomo; liebres, perdices, pescado fresco, si lo hubiere. Toda clase de repostería, dulces, compotas, mermeladas, barquillos…”

Un año y nueve meses después de haber llegado a su estancia de tránsito comienza la agonía. Entonces pide reposar la mirada sobre dos cuadros de Tiziano Vecellio Di Gregorio, el más importante retratista de la época, que para entonces ya podía considerarse longevo y llegaría hasta los 90 años, cuando la Peste Negra pudrió a Venecia y las fuerzas del artista altivo no le alcanzaron para vencer los trazos inflexibles de la muerte.

Carlos I y Tiziano se habían conocido en 1530, en Bolonia. Tres años antes, El Emperador consintió que sus tropas vandalizaran a Roma, como había pasado y seguiría pasando cuando los vencedores fueran pagados con botines de guerra. El dueño del mundo de su tiempo y el más importante pintor de entonces coincidieron en la coronación del primero

hecha por el papa Clemente VII, un acontecimiento que aspiró a revivir las glorias marciales de los emperadores romanos.

El Rey entendía los cuadros, las imágenes, en general, como un vehículo de difusión imperial y el pintor era el favorito retratista de los nobles. La Iglesia, las Cortes y la ascendente burguesía pagaban bien. Tiziano fue genio de la pintura, buen negociante y hábil emprendedor, con empresas madereras que compartió con su hermano Francesco. ¡Quién dijo que los artistas tienen que ser pobres! El cuadro primero original que inmortalizó al monarca se perdió. Pudo conocerse por una posterior copia de Rubens.

Volvieron a encontrarse en 1533. Tiziano, preciosista y certero, terminó “El emperador Carlos V con su perro”. Pasaría un tiempo de relativo distanciamiento, hasta que el gran maestro de Venecia fue a encontrar al Rey victorioso de la batalla de Mühlberg. Había derrotado a la Liga de Esmalcalda, que se oponía a su dominación imperial y abogaba por el protestantismo, el 24 de abril de 1547. Y un año después, ahí estaba el Rey pintado por Tiziano. Solo. Imponente. Cesáreo sobre su caballo. Sin vencedores ni vencidos disputando la batalla y el fondo del lienzo. Eco genial de la estatua ecuestre del emperador romano Marco Aurelio.

Pero eso había quedado atrás. Otra era la hora. Venía la muerte. La que se lleva todo. No para Carlos, que, aunque no podía derrotarla, podía oponerle sus imágenes a la guadaña del olvido. Pidió el cuadro de su esposa muerta, Isabel de Portugal, su prima hermana, considerada la más hermosa reina, fallecida el primero de mayo de 1539. Había quedado embarazada por séptima vez –la misión fundamental de las reinas, se sabe, es tener descendencia para prologar la estirpe y los dominios–, pero contrajo una fiebre en el tercer mes. El niño nació sin vida. Ella murió dos semanas después. Tenía 35 años. El Rey estaba de viaje. Cuando lo supo, se encerró en el Monasterio de Santa María de

Sisla –-de los jerónimos, como Yuste– a llorar la desgracia de ser el viudo de la más hermosa, la más inteligente, la más amada: la joya de su tiempo. Desde entonces, vistió de negro para que se supiera que iba a morir de luto. Tiziano, quien se encumbró como pintor primero de su corte y fuera nombrado Noble del Sacro Imperio, hizo por encargo, en 1548, y sobre un lienzo que reutilizó, el cuadro de Isabel con el que ahora Carlos se moría para ir a buscarla.

El Otro era “La Gloria”. Ha sido llamado también “La Trinidad”, “El Juicio Final” y “El Paraíso”. El Rey se lo encargó a Tiziano en 1550 o 1551 y el gran pintor lo terminó en 1554. Es un óleo sobre lienzo de 3,46 metros de alto por 2,40 de ancho. Católico en la profundidad de las representaciones de figuras bíblicas. Y hacia la Santísima Trinidad se dirige Carlos, despojado de la corona y renegado de la pompa, dejando atrás a sus figuras familiares –su esposa bella, su hijo Felipe, su hija Juana de Austria, sus hermanas María y Leonor—y al mismo Tiziano, que no dejó de pintarse, sabiendo que su espíritu también quería hacer parte de aquella procesión hacia la Divinidad. Las interpretaciones del cuadro exceden la brevedad este texto. El Rey se lo llevó atrapado en sus ojos.

He escrito todo esto luego de ver “Tiziano, el imperio del color”, tercer documental del ciclo Grandes Maestros Italianos, de Cineco Alternativo, de Cine Colombia, y la respectiva conferencia de su Club de Arte e Historia, dictada por Jaime Cerón, curador del Museo Nacional. Y también luego de callejear extasiado Madrid y ciudades de Andalucía, encontrando hasta en los lugares más inopinados la memoria fehaciente del Rey Carlos, que falleció hace más de 450 años en su pequeño palacio que ya no le servía sino para hospedar el adiós.

Vencedor y vencido.

El Rey retratado en la paradoja de la vida por el gran Francisco de Quevedo, que loó la inutilidad de la soberbia del príncipe y del mendigo, en un soneto que nos recuerda esta condición humana, Gloria de lo posible y abismo de lo inevitable:

Falleció César, fortunado y fuerte;

ignoran la piedad y el escarmiento

señas de un glorioso monumento:

porque también para el sepulcro hay muerte.

Muere la vida, y de la misma suerte,

muere el entierro rico y opulento;

la hora, con oculto movimiento

aun calla el grito que la fama vierte.

Devanan sol y luna, noche y día,

del mundo la robusta vida, ¡y lloras

las advertencias que la edad te envía!

Risueña enfermedad son las auroras;

lima de la salud es su alegría:

Licas, sepultureros son las horas.