Por Carlos Alberto Ospina M.
Colombia se asemeja más a una carpa de circo que a una república democrática. En la actualidad está regida por un maestro de la mentira que utiliza el micrófono a modo de látigo ponzoñoso, el aplauso como mandato y el espectáculo central en calidad de red social.
Este payaso estudió si hacer reír con indignación es más rentable que gobernar con coherencia. Así se autoproclama redentor y creador del universo. Su aspecto sucio, ordinario y desgarbado logra que sea válido morirse de risa. También, provoca la carcajada unánime, cuando lanza promesas como globos de jabón e inventa piruetas ideológicas para ocultar la ausencia de logros concretos.
Los personajes del siglo XVI, Arlequín, Colombina y Pantalón, fueron superados con creces por el bufón criollo que elevó el arte del absurdo a categoría de política pública. La mayoría de sus decretos son ocurrencias producto de alucinaciones. Por su parte, las estrategias parecen reflejar un estado de falta de rumbo o de planificación desordenada.
“Última función. ¡Luego, no diga que no le avisamos!”. Un día asegura que transformará el sistema económico mundial. A la mañana siguiente amenaza con encabezar la tropa para liberar una nación del Medio Oriente. Entre tanto, los tatucos impactan sobre las bases militares en distintas regiones del país. De repente, sufre un espasmo cínico señalando que los demás son los aliados de las organizaciones criminales y el narcotráfico.
La actuación, la improvisación, el ruido y el guion de todas las formas de lucha conducen al resultado de un acto agotador, al paso que para algunos el circo es democracia. En nombre de la “rebeldía” perdonan cada contradicción y desfachatez, al igual que esta es concebida como una genialidad o un episodio de valentía moral. Entre bobos se entienden; es decir, son iguales de despabilados y sagaces.
El cómico lo sabe y vive de eso, porque se alimenta del aplauso fácil, del comentario viral y la polémica que ocupa titulares. Dicho esto, los problemas reales se esconden debajo de la alfombra. Concibe a la perfección algo que los tecnócratas olvidan: la política es emoción. Donde otros muestran datos irrefutables, él ofrece drama. Delante de los hechos fácticos, el bufón exhala metáforas. En contra de las inconsistencias, ofrece un nuevo show para hipnotizar a los fanáticos.
Siempre impulsa el mismo libreto para que la representación siga. No importa que gobierne con similares instrumentos a aquellos que dice despreciar. Acá y allá, lo sustancial es mantener la ilusión de que la función continúa.
El problema consiste en que la nación no necesita un artista de pacotilla. Mientras que la gente confunda el espectáculo con el cambio y prefiera la carpa rota al tedio de la gestión eficiente, el malévolo seguirá reinando entre aplausos comprados y celebraciones fingidas. Al final, pocos quieren darse cuenta del incendio detrás del telón.


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