Por Rafael Nieto Loaiza
En Arauca, después de cinco ataques y nueve voladuras del oleoducto en las últimas seis semanas, un atentado con artefactos explosivos del Eln contra una unidad militar en Puerto Jordán dejó tres soldados asesinados y veinticinco heridos.
“Es una acción que cierra un proceso de paz”, dijo inicialmente Petro. El MinInterior remarcó que “no puede seguir una mesa de negociación en medio de la sangre de nuestros soldados”. Sin embargo, la delegación gubernamental para las negociaciones con esa guerrilla sostuvo que no terminaban, sino que quedaban “suspendidas” y que continuarían si había “una manifestación inequívoca de la voluntad de paz del Eln”. Para que no hubiera duda, Vera Grabe, jefe negociadora, agregó que “las palabras importan. Se habla de suspensión, no se habla del fin del proceso”. Es decir, no cambió nada. Las negociaciones están congeladas desde mayo.
El ataque pone en relieve las flaquezas que están sufriendo las Fuerzas Militares y la pérdida de los factores estratégicos que permitieron las grandes victorias contra las Farc y las obligaron a una negociación seria. La inteligencia, sistemáticamente debilitada desde la llegada de Petro, no logró prever ni evitar el ataque, y ningún ciudadano informó sobre lo que se venía. No hubo apoyo aéreo de ningún tipo, ni durante ni después del ataque. La Fuerza Aérea y la Aviación de Ejército tienen menos presupuesto, menos aeronaves, menos tripulaciones y, además, tienen prohibido hacer uso de su poder de fuego. La capacidad de reacción fue nula y las fuerzas especiales brillaron por su ausencia.
hay que recordar que sobre cuatro pilares se construyeron los grandes éxitos contra los grupos violentos en los gobiernos de Uribe y en el primero de Santos: inteligencia, cooperación ciudadana, capacidad aérea y fuerzas especiales. No queda casi nada. Peor, desapareció completamente la voluntad de combatir y derrotar a los violentos. De eso, ni las cenizas.
Por el contrario, Petro se entregó a los violentos. Renunció a erradicar los narcocultivos y a combatir la minería ilegal, de manera que, sumados a los ingresos por secuestros y extorsiones (con las peores cifras en más de una década), las finanzas de los grupos ilegales están más fuertes que nunca. Debilitó sistemáticamente a la Fuerza Pública, descabezó su liderazgo, redujo significativamente su capacidad operacional, minó su moral de combate. Y planteó una política de paz que reniega de toda la experiencia y enseñanzas de cuarenta años de procesos de paz en nuestro país: golpear financiera y militarmente a los grupos violentos para obligarlos a una negociación seria; aprovechar el apoyo de las agencias de inteligencia de EE.UU, Gran Bretaña e Israel; negociar en medio del conflicto; armar equipos de negociadores preparados; usar la experticia y conocimiento de militares y policías; pactar ceses del fuego solo para el desarme y la desmovilización definitiva; validar políticamente a los insurgentes pero negarle tal calidad a los demás violentos.
Petro ha hecho lo contrario, todo lo ha hecho al revés. Para rematar, ha terminado preso del chavismo que, con astucia, entendió que “la paz total” depende, en realidad, del proceso con los elenos, que es el único que había mostrado algún avance hasta ahora, y que Caracas juega un papel determinante frente a esa guerrilla. Y no solo porque los elenos tienen refugio estratégico en territorio venezolano (algunas fuentes sostienen que el grupo que atacó en Puerto Jordán saltó de inmediato al otro lado del río Arauca, por ejemplo), sino porque el régimen de Maduro ejerce una influencia política y económica frente a la guerrilla que es hoy mucho más importante que la cubana. Petro lo sabe. No fue gratuita la visita de Álvaro Leyva a Maduro hace tres semanas.
En fin, Arauca, como el Cauca, Chocó, Putumayo, el Catatumbo y un largo etcétera, hoy son territorios en manos de los violentos, prohibidos para el Estado colombiano, en los que la soberanía es apenas una formalidad. El retroceso en materia de seguridad durante estos dos años es alarmante.
En cualquier caso, más allá de los desastres y fracasos de este gobierno en seguridad, lucha contra el narcotráfico y política de paz, el país debe reflexionar si conviene seguir con la idea de que la paz se hace dándole a los criminales impunidad por sus delitos y un conjunto de beneficios políticos y económicos que el resto de los ciudadanos, los que jamás hemos delinquido, no tenemos. Deberíamos superar la tesis de que la renuncia a la justicia y el premio a los que matan, aunque maten mucho, construye la paz. Las verdaderas democracias se hacen sobre la base de la justicia, no sobre el premio a los asesinos. Los hechos, además, nos muestran que si, en el mejor de los casos, se desmovilizan unos bandidos y algunos de sus jefes se retiran, otros siguen matando y el liderazgo criminal se renueva.
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