
Por Enrique E. Batista J., Ph. D. (Foto).
Una meta imprescindible de la educación es formar a las nuevas generaciones en el criterio moral.
Gozamos del lenguaje como un don para la rectitud y el buen vivir. Desarrollamos conciencia para distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto, lo conveniente de lo inconveniente. También, poseemos las habilidades comunicativas para acercar con ternura o para alejar la sana convivencia.
Todavía, en sentido metafórico, existe el árbol del bien, ese que da sombra y fruto para que recupere fuerzas el exhausto y debilitado peregrino. Simboliza ese árbol el dominio de lo bueno, siempre presente en la vera del diario trajinar. Toda la vida transcurriría sobre ríos de néctar y miel si no fuera porque, cual epífitas, una variedad de plantas, tóxicas enredaderas, se adhieren desde las raíces para asfixiar el recto árbol del bien, para acabar con la rectitud y la bondad, para que, en lugar de ellas, reine la distorsión y el mal.
El conocido dictum, referido a seres humanos, que dice: «Árbol que nace torcido, su tronco nunca endereza», expresado de esa manera contraría la naturaleza humana, ya que lleva a inferir que algunos seres humanos, nacen torcidos, con la semilla del mal en sus genes. Tal impropia concepción deja por fuera el papel enriquecedor de la familia y de la escuela para formar en el aprendizaje de conductas referidas al bien, y al consciente propósito humano de aprender a diferenciar lo bueno de lo malo y de lograr que las nuevas generaciones desarrollen y consoliden fundamentados criterios morales.
En cuanto a las bases para alcanzar solidificadas relaciones sobre el bien, alejadas del mal, se precisa poseer un convencimiento auténtico para mantener una visión positiva y optimista de la condición y naturaleza humanas. El ser humano está imbuido e inspirado para el bien como parte del fundamento esencial de su naturaleza social. Así, cualquier distorsión que se dé en los procesos evolutivos, y en los formativos, frente a reglas y valores esenciales para el buen vivir, siempre se tendrá la posibilidad real de enderezar el camino, ya que no se nace con el tronco torcido. Sobre este cimiento de una visión positiva de la naturaleza humana sobresale el poder inmenso que tienen los procesos formativos escolares.
Por ello, formar en el criterio moral es condición esencial para la existencia de las escuelas, con su meta social de lograr que las nuevas generaciones alcancen la rectitud, representada en la formación moral y ética. Moral y ética no son asignaturas, son el fundamento y esencia misma de la escuela, la que debe abundar en sólidas prácticas que permitan a cada persona distinguir entre lo bueno y lo malo y de ser capaz, por esa vía, de deshacerse de las epífitas del mal que puedan llevarla a que el tronco del carácter propio se pueda torcer. Lograr que cada hijo y alumno tenga criterio moral significa que se ha alcanzado una meta social de alto nivel y suprema necesidad, como lo es la posesión de una personalidad sana y recta y que, en el camino de la vida, seguirán adquiriendo las herramientas cognitivas, afectivas y sociales requeridas para comportarse con criterios morales y comprensiones éticas. En los términos de la metáfora expresada arriba, es precisa e insustituible la meta de forma personas capaces de rehuir las tóxicas enredaderas que, con inusitada frecuencia, aparecen en el camino del crecimiento humano, entorpecen la expresión de los positivos signos y logros de las sociedades y de las diferentes culturas.
Hace 100 años que Jean Piaget inició sus estudios para establecer el surgimiento del criterio moral en los niños. Con el desarrollo de este criterio, ellos pueden comprender y ser capaces de diferenciar lo que es bueno y lo que no lo es. En el concepto de Piaget, esto se logra mediante las tres etapas por las que pasa cada niño en su desarrollo evolutivo; etapas que se asocian con las habilidades cognitivas más avanzadas o refinadas, a medida que crece y gana en la experiencia. Hipotetizó Piaget que tal criterio se consolida como moralidad autónoma hacia la edad de 10 años. Momento evolutivo en el que puede discernir, con mayor precisión y conciencia, la bondad y la maldad. El desarrollo moral se manifiesta cuando el niño es capaz de reconocer que existen reglas que deben cumplirse y que las mismas son importantes para él y para el bien de todos. (https://shorturl.at/LLyNw, https://shorturl.at/wVOIw).
Esta concepción piagetiana está cercana a la denominada «edad de la razón» que a lo siete años fijó la iglesia católica para que los niños puedan acceder a los sacramentos de la confesión y la comunión, bajo el supuesto de que ya pueden tener conciencia de lo que es pecado y que, por tanto, viven y experimentan sentimientos de culpa, pueden mostrar arrepentimiento y poseer la capacidad, por contrición de corazón, para subsanar las acciones pecaminosas en las que haya incurrido. Antes de lo siete años es un infante (por etimología, es quien no es capaz de hablar y, en consecuencia, de entender); es decir, carece del sentido de la penitencia, del perdón y de asumir responsabilidad moral sobre sus actos. En otras religiones, como en el judaísmo y en el islam, tal uso de razón se considera que se alcanza en la pubertad.
La moralidad es un asunto exclusivamente humano; sólo los humanos tienen conciencia; como tal, es un constructo creado por las sociedades que se manifiesta en reglas, deberes y derechos, asociados a conceptos como justicia, igualdad, solidaridad y el bien común. La conciencia de lo moral permite reconocer la unicidad de la existencia individual y de la construcción colectiva del sentido de humanidad y de unión planetaria. Así, la conciencia moral se define como: «La realidad dinámica que capacita al hombre para captar y vivir los valores morales. Su desarrollo y perfección dependen del desarrollo y de la perfección de la personalidad de cada hombre». (https://shorturl.at/Wx3lg).
Con algún sentido de circularidad, se precisa tener conciencia de que tenemos conciencia moral, la que permite el reconocimiento de todo aquello que es de valía para sí mismo, para la sociedad, para la armonía social, la preservación de las culturas, el reforzamiento de los valores esenciales y la construcción de nuevos, según las circunstancias emergentes, que se dan como resultado de las acciones y evolución de los ethos en las distintas sociedades. El ethos, asociado al concepto mismo de la ética, representa, en cada caso, una predisposición para el acatamiento y la promoción de los valores universales que permiten consolidar culturas basadas en el bien común.
Por reiteración, una meta esencial en la formación de todos los ciudadanos es la de tener conciencia de los comportamientos que son buenos o malos, de diferenciar entre lo justo y lo injusto, de sentir y valorar la moralidad de sus actos, de emitir juicios morales y, así, desarrollar el imprescindible criterio moral. Este criterio es la fundamentación de la estructuración del carácter y de la personalidad de cada uno. Una educación que no forme en el desarrollo de la conciencia y del criterio moral es una institución social fallida.
El criterio moral se construye con normas y valores aprendidos insertos en nuestras culturas y son esenciales para una vida socialmente productiva y armónica. Los juicios morales marcan el sendero para la toma de decisiones apropiadas, se derivan de tal criterio y expresan la percepción de lo correcto o incorrecto, de la bondad o maldad de determinadas acciones. Sobre los criterios morales y la formación en los juicios morales recaen las relaciones interpersonales saludables y la construcción de sociedades más justas y éticas.
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