
Por Carlos Gustavo Álvarez (foto)
Recuerdo a la señora por su cabello grisáceo y recogido, por las antiparras de lentes redondos por las que me miraba como la abuelita de Piolín, porque era severa y adusta en su catequesis inflexible y porque durante toda la semana que acudí a su departamento jamás me sonrió.
Recuerdo el departamento porque era sombrío y porque otra señora que no sé si era otra o la misma rondaba por ahí como en la casa de los espíritus y, sin embargo, no había ruidos ni músicas amables, solo el eco de la señora que me preguntaba incisiva:
–¿Sois cristiano?
–Sí, por la gracia de Dios.
–¿Ese nombre de cristiano de quién lo hubisteis?
–De Cristo, Nuestro Señor.
Tenía algo más de siete años y mucho miedo todas las tardes, cuando acudí a prepararme para hacer la Primera Comunión, obsecuente al mandato de mi mamá que quería salvarme del diablo, aunque este, como a todos, me esperara más adelante para buscar que cayera en sus argucias. El texto que repetía, que me grababa en la mente como con un taladro, en una época en la que la hoy perdida memoria era el elíxir y la cicuta de la educación, era el Catecismo de la Doctrina Cristiana, más y mejor conocido como “El catecismo del padre Astete”.
Yo no sabía entonces, en aquellas tardes de infantil zozobra, que dicha maraña de preguntas y respuestas vicarias había sido forjada un poco más de tres siglos y medio antes por un sacerdote jesuita, teólogo y catequista español, nacido en Salamanca en 1537. A Gaspar de Astete toda la niñez de tres centurias y mucho más le recuerda, valga la pena decirlo, de muy distinta forma, comprendida esta entre un lazo de salvación y una pesadilla impuesta en mentes como la mía, que solo pensaban en jugar y seguir jugando después de jugar y volver a jugar.
Otros catecismos, es decir, libros que, de una forma elemental y parca, y a través de preguntas y respuestas, contienen la esencia de la doctrina cristiana, antecedieron al del Padre Astete. Pero este, aprendido de memoria por millones y millones de indefensos chiquillos desde su primera edición en 1599, trascendió el tiempo y las renuencias quedando consagrado como la victoriosa exégesis cristiana y constituido en el pasaporte obligatorio para la primera comunión. El Asteteismo contra el ateísmo.
La semana con la señora de las preguntas y las respuestas, del repaso con mi hermana que ya había sido sometida al proceso y coronado el sacramento de la Eucaristía en la Iglesia de La Porciúncula, entreverada en una caterva de niños entre los que estaba mi primo Jorge, esa semana que en verdad parecía de penitencia, no pasó rápido. No. Fue lenta como una noria cruel y hoy solo puedo celebrar que fue olvidada, confirmando que la cabeza, en contadas ocasiones, suele operar a favor del que la porta.
No recuerdo la iglesia a la que me presenté con un vestido nuevo de color gris, peluqueado como un alien con un corte que había inventado un bárbaro llamado “Humberto” y portando un cirio monumental que trataba de mantener erecto entre mis manos que sudaban copiosas enfundadas en unos albos guantes. Me pusieron corbatín. Así comparecí al Juicio Final, al acabose, pues para que no se me escapara ni una sílaba del Catecismo del Padre Astete, la señora de marras me dijo que el sacerdote podía hacerme una pregunta y mire a ver…
–¿Por qué os signáis en la frente?
–Y antes del Fin del Mundo, ¿serán los hombres juzgados?
–¿Cuál es la séptima? ¿Qué pedís en esa petición?
Pudo ser en la Iglesia de Nuestra Señora de las Angustias. Porque yo todavía estudiaba en el Colegio Almirante Padilla, que estaba plantado en diagonal a ese templo gótico tardío de tonalidades penosamente grises, levantado en 1919. O en la Parroquia de María Reina, al frente de la cual tenían un colegio las señoritas González, María Antonia y Anita, que prepararon a mi hermana para insertarse como polizona entre el grupúsculo de párvulos desconcertados, gracias a las gestiones sacramentales de mi tía Leticia.
Pero, no. Fue en Las Angustias. Lo digo porque eso era lo que yo sentía pensando que el padre me escogiera para el interrogatorio, me sacara al tute una pregunta bien difícil (conteste: ¿en qué días obliga el precepto del ayuno?), y vestido, peinado, cirio y guantes blancos me sirvieran para un carajo. Años después milité como acólito en esa bella iglesia, que alternaba con la de San Ignacio, en las madrugadas insensibles del Colegio Mayor de San Bartolomé y como prueba fehaciente de que el esfuerzo que había hecho mi madre para comprarme la pinta y los guantes y el cirio que parecía una llama olímpica había valido la pena.
Hoy agradezco que la imagen que se conservó de aquél sujetico vestido de adultez y enguantado, en cuyos ojos asomaba impía una mirada de pavor, y que fue tomada en ArteFoto, en la calle 22 arriba de la Avenida Caracas, muy cerca del billar maligno y del sex show de Espectáculos Daniel’s en el Teatro Ariel, porque, como dije, el diablo siempre está más adelante, y más exactamente en la Carrera 13a, esa foto, digo, hace parte de la Nada.
El Catecismo del Padre Astete tuvo más de 1000 ediciones. Otros exégetas muy conocidos por todos ustedes, como Gabriel Menéndez de Luarca y Benito Sanz de Forés, le metieron la mano para actualizarlo al paso de los siglos y las necesidades de la iglesia. Hay que decir que, anterior al de Astete, se conoció el llamado “Catecismo de Ripalda”, apellido de Jerónimo de, datado por allá en 1586.
Daniel Samper Pizano, amigo y maestro de quien escribe, y que sigue siendo el mejor columnista del país, ha mencionado al Padre Astete en algunas ocasiones. Dos, que le he pillado. Una, en “Postre de Notas”, llamada “Primera confesión”, que esa era la otra gesta, dedicada a su hijo epónimo. Danielito querido, que en Circombia, tan divertida, aparece disfrazado con una levita de feria y un sombrero de copa, y yo no sé por qué lo encuentro tan parecido a don Julio, el que era del Ley, le hace a su progenitor una pregunta que a mí también me taladraba la cabeza a los ocho años: ¿Qué tenía que confesar y de qué tenía que arrepentirme?
Del Padre Astete también se acuerda Daniel, el papá, en una columna que encuentro archivada el 5 de agosto de 1985. La titula “Caridad con plata ajena”. Estaba dedicada a la marrulla con auxilios parlamentarios que había hecho el senador Juan Slebi Slebi y que Daniel había denunciado en reporte anterior. Respecto a la respuesta del aforado, el autor de “Reloj” escribe: “Pero es triste ver en él pocas sombras de aquello que el Padre Astete llamaba “propósito de la enmienda”.
Espero que esta nota haya traído a los lectores, y a las lectoras, porque, como se ve, la igualdad de género ya estaba instituida en este asunto, recuerdos de esta urbanidad de Carreño de la doctrina cristiana. Reminiscencias de la preparación que la profesora de catecismo les hizo para la primera confesión y la sucesiva comunión. Aquel día, el traje que se pusieron, la iglesia engalanada, la ceremonia tierna, la foto emblemática que es posible que todavía conserven. Y habrá quienes todavía se acuerden de las preguntas y las respuestas del Catecismo del Padre Astete, que aprendieron como cuando lo obligaban a uno a tomarse la sopa, pero con una cabeza recién estrenada. Al fin y al cabo, el diablo está en los detalles.
–¿Qué cosa es Gracia?
Más historias
La ineptitud patente de Gustavo Petro
Crónica # 1203 del maestro Gardeazábal: Leer va a pasar de moda
Crónica # 1.202 del maestro Gardeazábal: 80% del oro dizque es ilegal