14 mayo, 2025

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Disparates sobre la muerte

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Por Oscar Domínguez G.

Como en noviembre me despierto a veces “aceptablemente póstumo”, me da por retomar algunas reflexiones sobre la muerte.

Es un truco para que el que baraja y da las cartas, me prolongue la estadía en tierra firme. Eso sí, la eternidad no me la pienso perder.

La muerte ha perdido encanto y misterio. Ahora cualquier perico de los palotes se muere por cómodas cuotas mensuales. Muérase ahora, pague antes, es, en la práctica, el vendedor eslogan de las funerarias.

Algún día nos enterrarán primero y moriremos después. Lo digo por lo rápido que corre el tiempo y por la variopinta oferta que nos llega para sufragar los gastos exequiales.

De un tiempo para acá, en algunas ciudades, la factura de la luz nos recuerda mensualmente lo fugaces que somos. Apenas un escueto estornudo de eternidad.

Falta que nos entierren con los puntos que hagamos por compras hechas en el motel, perdón, en el supermercado. O con las millas acumuladas.

Muchas empresas incluyen el servicio de limusina, ese rascacielos acostado que halaga por última vez la vanidad del “homo horizontalis”. El “morraco” ni cuenta se da de que por única vez en su existencia montó en limusina

Los hay renuentes a contratar servicios funerarios. Asumen que es de mal agüero. Es el derecho a la ilusión de la inmortalidad. Se resisten a admitir que de esta existencia nadie sale vivo. (Hay una época en que todos somos inmortales: la infancia, pero de eso nos venimos a dar cuenta cuando empezamos a desaparecer).

En el “todo incluido” que nos ofrecen los empresarios de pompas fúnebre figura hasta la soprano (¿ o será la contralto?) que dará el desgarrador do de pecho final. Las lágrimas van en plato aparte.

Otro gran logro de la modernidad: ya no hay que cargar el féretro. La burocracia de la funeraria, en traje de parada al que poco le gastan lavandería, asume esa obra de misericordia reservada a los más próximos al difunto: Los herederos, cuando la herencia en robusta. O a los vecinos de la cuadra, si al difunto se le fue la mano en pobreza.

El menú mortuorio incluye al cura que repite su monótona homilía entre el muerto que ya pasó y el que viene. Las homilías suelen ser tan parecidas unas a otras que solo cambia el estado del tiempo. O la ropa de los deudos.

Las empresas prestadoras del servicio deberían garantizar la presencia de un cura hiperbólico que dilapide adjetivos. Todo muerto por más de medio pelo que sea, merece su orgía de elogios para hacer llevadero “el tránsito de esta vida mortal a la eterna”. No hay muerto malo. De los muertos, hablar solo lo bueno, aconsejaban los romanos.

Asistimos a otro avance sustancial, tan importante como el descubrimiento de la máquina de coser o el cine: Adiós velaciones en casa. Es la mejor forma de humanizar la muerte.

Era tan larga y devastadora la velación que se agotaban lágrimas, pañuelos, café, trago, frases lagartas y lugares comunes que remataban al finado si le quedaba algún hálito de vida.

En los tiempos que corren el muerto queda en la soledad de él en compañía. También tiene que procesar su partida.

Y para evitarles a los del más acá el costoso traslado de familiares remotos, algunas compañías ofrecen transmisión de la velación en directo. Hoy las plañideras tienen Internet. Muérase aquí que en Miami habrá quién lo llore en directo por tv.

Quienes quieran salirse del libreto, tienen otra opción: el video para anunciar que desocupan el amarradero. Así lo hizo el célebre humorista norteamericano Art Buchwald. Cuando murió, The York Times ofreció un video en el que el humorista se despedía: “Hola, soy Art Buchwald y acabo de morir”. Punto.

Quiero pensar que es pura coincidencia pero hace tiempos vivo cerca del cementerio. Levanto el pescuezo y veo el lugar donde retozan mis futuros colegas. Visito el lugar con relativa frecuencia. Era cliente del Cementerio Central de Bogotá. Si hubiera bar en el Central, me harían vale.

He asistido a veladas en memoria de José Asunción Silva y su hermana en la que se leen poemas y se tocan piezas musicales. En otra ocasión, encontré la tumba de Carlos Pizarro, el asesinado líder del M-19, ametrallada de flores. La gente le pide milagros.

A pesar de que la cremación es la moda me sigue pareciendo poético el ataúd, máxime si es de madera de óptima calidad, con incrustaciones de algo, una pinturita por aquí, una maricaita por allá. En el ataúd está uno en la única posición aceptable para vivir plenamente la eternidad: decúbito dorsal.

¿Ceder órganos? Lo pensé, pero mejor no encartar a nadie con esta derruida armadura. Ahora, si alguien me convence de que a mis 77 años hay alguna pieza o presa aprovechable, con gusto reculo. Si la buena salud que he tenido es endosable, interesados favor pasar hojas de vida.

Citemos el mantra de Santa Teresa para aplazar la cita inevitable: “Ven, muerte, tan escondida, que no te sienta venir…”. Sabía la santa que lo malo no es la muerte, sino la “morida”, o sea, esos momentos previos a la partida.

Imposible no citar al poeta del Líbano Khalin Gibran: “Porque la vida y la muerte son una, lo mismo que son uno el río y el mar”.

Dicen que lo malo de la muerte es que es para toda la vida. ¿Pero qué tal estar eternamente vivos?

Si el sueño es una muerte hechiza, inventada, en cada despertar reencarnamos en nosotros mismos.

Me he impuesto una tarea que no acabo de cumplir: Vivir como si acabara de sobrevivir a una muerte segura.

El viejo gruñón del Mark Twain dio la receta ideal: vivir de tal forma que lo lamente hasta el dueño de la funeraria. No creo que ese sea mi caso. (Nota sometida a latonería y pintura)

Selfi: Yo y mi otro yo…