23 abril, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Difícil de soportar

 

Por Carlos Alberto Ospina M. (foto)

A veces siento que no puedo con el peso de una lágrima ajena. De picar historias, descubrir personajes inverosímiles e imaginar el dolor que yace en cada orilla del aliento, queda en el olvido, el rigor secreto que nada tiene que ver con la empatía.

A sus 74 años de edad, Selene, camina desde la Comuna Popular 1 hasta el Centro Administrativo La Alpujarra de Medellín. Cada madrugada recuenta los cigarrillos, los bombones y los chicles, antes de ponerlos dentro de la caja de cartón, la cual está forrada con una bolsa de reciclaje color verde.

Sentada en la vetusta cama deja escapar el primer latigazo.

“Señor, mientras meto la mercancía en este tiesto y me tomo un tinto, siento el peso de mi pobreza”.

No veo en ella amargura ni resentimiento. Apenas abre la boca para articular frases demoledoras.

“Descanso contra un poste de luz. Puedo estar 4, 5 o más horas parada y no alcanzó a vender los 10 mil pesos que me vale la pieza. La señora de acá es muy querida conmigo y me tiene paciencia”.

La humilde habitación resplandece a las 5 a.m. La ropa doblada y organizada. Un viejo radio de pilas abraza la almohada, y sobre el taburete, la falda negra y la camisa blanca que huele a jabón azul. Encuentro sinnúmero de imágenes y un portarretratos tendido. Arriba de éste, el rollo de papel higiénico. Lejos de mostrar sorpresa debido a la intromisión, la abuela, levanta la mirada al mismo tiempo que cruza las manos. No obstante, tartamudea en el intento de narrar los motivos de su vida.

“Yo soy viuda. El esposo mío se fue, se desapareció, se fue y no volvió. Al no volver, ¡yo no sé! No volvió a llamar ni nada. No sé nada de él”.

Selene, continuó con el tono cansino y pausado. De un momento a otro, parecía atrapada por la trampa de los recuerdos como si buscara dentro de cajones sin fondo.

“Una persona que se desapareció hace tantos años, no sé cuántos… Yo lo he buscado y no lo he encontrado”.

Hace más de veinte años carga a fondo con ese tipo de viudez. Tiene dos hijos, tan pobres, según ella, que no les alcanza para ayudarla. Un varón de 50 años y una mujer de 47 ni siquiera le dan los 10 mil pesos diarios que le vale el cuarto en el Barrio Santo Domingo Savio.

“En todos estos años, lo que más rabia me da, es que la gente de espacio público me quite mi cajita de cartón. ¿Por qué me la van a quitar? Les digo que soy una vieja desamparada y pobre. Dígame, ¿quién me va a dar trabajo, a mi edad? Es lo único que tengo y los 75 mil pesos mensuales del programa adulto mayor”.

Los brazos y las piernas acolchados con la mera piel, el rostro y los ojos hundidos, cuatro dientes pendiendo de un hilo y la memoria marcada de crueldad.

“Estaba con mi nieta, tuve un inconveniente y los paracos me hicieron venir. Cuando no eran ellos, era la guerrilla. Llevo varios años y no me han querido dar la ayuda de desplazada… una casita para sobrevivir por ahí”.

Aquella mujer mayor ¿Cuánto ha sufrido? Tardó varios segundos en recordar el nombre del pueblo que abandonó, descalza y corriendo entre los matorrales, con los brazos de la nieta como redes apretando su cuello.

“Yo soy del Valle. Mi mamá me trajo cuando tenía 10 años. Soy vendedora ambulante. En aquella tienda de abarrotes compro el diario para vender”. Apuntando con el dedo índice de la mano derecha, tan encorvado que, parecía subido en una ola, quiso mostrarme el almacén ubicado en la calle Amador frente al Parque de La Luz.

“Ahora todo esto es puro cemento y están poniendo más. Me gustaba más antes, cuando era la Plaza de Cisneros. Uno conseguía de todo y la plata alcanzaba”.

A pesar de la sátira no le interesa hablar de política. Solo entonces, la saqué de ese espacio transitorio de nostalgia y la engarcé en un lío mayor con la pregunta: Sí ese hombre apareciera ¿usted qué haría?

El acto de impertinencia levantó de un soplo el dorso del portarretrato. Selene, soltó una carcajada picaresca, abrió los ojos y dejó ver los labios anhelantes. Tragó saliva y sonrió sin parar a manera del último trance a sus 74 años de edad.

“Como dicen por ahí, he llorado lágrimas de sangre y  usted me puso a llorar de la risa”.

Le di un beso en la mejilla y ella dibujó su gota de soledad encima de mi alma.