
Por Enrique E. Batista J., Ph. D.
«En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios» – San Juan
«Palabras, Palabras Palabas, Palabras… tan sólo palabras hay entre los dos». Así, con voz de reclamo suplicante, han cantado Silvana di Lorenzo y también Pimpinela para que palabras de afecto fuesen respaldadas por veraces y enraizados sentimientos de amor. Sí, sobre las palabras descansan las relaciones entre grupos humanos y naciones; además, están en la base de las relaciones amorosas y de la sana y fructífera convivencia.
A veces es una súplica cruel cuando se le pide al corazón y a la razón de otra persona la expresión de sentimientos de solidaridad, de comprensión, de afecto o de amor. Son peticiones especiales para que se abunde en palabras que respalden la emoción que ellas deben encarnar. Con frecuencia, y por razones variadas, acaban siendo malentendidas, o malinterpretadas, con fundamento o sin ello, como «palabras vacías» de significación o de afecto.
Pero, no existen las palabras vacías, más bien hay concurrencia de esfuerzos fallidos por el uso impropio o impreciso de las palabras. Ellas son aglutinadas en frases con la intención de comunicar, con expreso designio, pensamientos, sentimientos, ideas o conceptos. La inhabilidad de alcanzar esa intención se constituye en un esfuerzo perdido de comunicación, ya sea por imprecisión, carencia de lenguaje apropiado para expresar la magnitud o complejidad de los sentimientos, o porque lo expresado no refleja ninguna realidad cierta o siquiera medianamente creíble. De ese modo, es habitual que se configure un fracaso comunicativo, una frustración o un abierto engaño.
Una de las características que refleja poseer la necesaria habilidad comunicativa es la disposición e idoneidad para emplear, de modo debido, la sintaxis y gramática del idioma con el fin de expresar o relacionar ideas o sentimientos de modo coherente, claros y precisos sobre aquello que se desea comunicar. Para alcanzar esta habilidad, como aptitud social, se precisa de procesos formativos constantes, de enriquecimiento léxico y de conocimiento de las reglas del idioma.
Para el efecto, se requiere el empleo de palabras apropiadas, precisas o adecuadas para la construcción de frases que llenen de significado específico y debida pertinencia al intercambio correspondiente que se intenta. Para esa comunicación coherente se requiere, como se mencionó, tanto riqueza léxica como aplicación de las reglas del idioma: La gramática con sus componentes de la sintaxis para construir frases claras y precisas, y de la semántica para el empleo oportuno y preciso del significado de las palabras. En la comunicación escrita, rigen las normas ortográficas. A estos elementos esenciales para una adecuada comunicación se agregan las reglas de urbanidad y la del buen gusto para el empleo del lenguaje limpio, lejos de la ofensiva suciedad verbal.
Para lograr alcanzar éxito en los intercambios comunicativos, opera la restricción que obliga a no jugar con las palabras para que su significado sea aleatorio, dejando que la otra persona sea las interprete o entienda a su manera. No se juega con las palabras, pero ellas se pueden emplear de manera inteligente y creativa mediante la rica variedad de figuras literarias que las llenan de frescura comunicativa cuando ellas reverdecen y sosiegan espíritus con su significado figurativo.
Con frecuencia, se argumenta que se prefieren «hechos más que palabras» o que «cuando los hechos hablan, las palabras sobran». Las palabras impregnan de significado a los hechos. Ese tipo de frases, leídas o escuchadas con alguna frecuencia, pueden llevar a la creencia de que, como sabemos, en los hechos reside el poder comunicativo. Las palabras bien empleadas, con la intención y claridad correctas, son en sí mismos hechos, configuran y ayudan a crear hechos. Así, no hay hechos sin palabras. Bastó la palabra para que se creara el universo; el Verbo, la palabra, es el origen de todo lo que existe, de todo lo que ha sido creado. Se puede recordar que bastó la palabra de Dios cuando dijo: «¡Hágase la luz! ¡Que haya luz!, y la luz llegó a existir». (Génesis 1: 2 – 4).
Tampoco es cierta la idea, a la que se recurre en tantas oportunidades, que dice que las palabras se las lleva el viento. Las palabras que no construyen sentido y son usadas con alguna intención proterva, no se las lleva el viento, sino que caen en oídos sordos; mientras que aquellas que se emplean para construir mensajes sucios, caen o se filtran por las alcantarillas de la comunicación fallida, de la incomprensión o del abierto desprecio.
El lenguaje procaz es propio de la incultura y también reflejo de la incapacidad de usar debidamente la lengua materna con su riqueza léxica, para construir humanidad y establecer sanas relaciones con las demás personas y, con ellas, expresar sentimientos especiales de comprensión y de afecto.
La dicha del corazón enriquece a la comunicación. Con frecuencia sabemos que se carece de palabras para expresar genuinos sentimientos. Un corazón enardecido de amor puede fallar en su intento de comunicación por la ausencia momentánea de palabras. Pero, también a todo humano, tarde o temprano, se le hace evidente que las palabras floridas por sí solas, llenas de vacuos sentimientos, de expresiones amieladas momentáneas, o del hablar melifluo, como impostura, para urdir el engaño, sólo alcanzan a confundir a la otra persona o a convencerla de que «solo palabras, palabras hay entre los dos», como lo ha cantado Silvana di Lorenzo: Porque tan sólo lo siento en mi alma/cuando me traen amor de verdad, no cuando mienten… y luego se verá…/.
Si al ser humano se le quita el poder de la palabra, entonces se le estará violando su propia condición humana. Por ello, existe la libertad de expresión, y con ella la libertad para la creación literaria y para la comunicación de ideas y propuestas sociales y científicas. Restringir el uso de la palabra equivale al amordazamiento, a encadenar la lengua materna, lo cual da como resultado una restricción siempre momentánea, porque el lenguaje, siempre presente, corroe y rompe esas cadenas. Negar el uso de la palabra es negar las posibilidades de vivir y amar con libertad.
Por ello, carece de fuerza el dictum frecuente que señala que «el silencio es más elocuente que la palabra». Si bien una variedad de circunstancias obliga al silencio, siempre estará presente la palabra dispuesta a ser expresada de manera libre. Puede, por igual, carecer de sentido el refrán que dice, como indebida generalización, que «callar es conceder». Son adagios que pueden reflejar la invitación a la prudencia frente al uso desmedido de palabras fuera de contexto o en circunstancias que invitan a cierta sensatez o cordura.
Entre otras máximas, expresiones o dichos frecuentes que obliteran y obstruyen el uso de la palabra, como aquel que dice que «quien mucho habla mucha yerra». Es preciso hablar tan preciso como sea necesario para alcanzar la meta comunicativa deseada, la clarificación de hechos o de circunstancias, o de escribir tanto como sea ineludible para alcanzar el fin comunicativo que se desea con la audiencia a la cual iría dirigido el escrito. También, son frecuentes otra variedad de adagios, algo populares, que buscan encadenar el poder de la palabra, asunto que niños y jóvenes en las escuelas no pueden ser formados para obedecerlos de manera acrítica y como mandatos propios de la comunicación humana o de las reglas mismas de la lengua materna, ya que pueden tomarse como invitación a ocultar la verdad o a negarla.
La prudencia, la justicia y la fortaleza son virtudes cardinales. Con las palabras también se destruye. La libertad de expresión, siempre regida por tales virtudes, es un derecho humano fundamental. En el poder de las palabras sabias reside la libertad.
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