16 octubre, 2025

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Días de claustro

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Por Oscar Domínguez 

Los días como hoy, 28 de agosto, día de San Agustín, había comida de varios trinchetes en el seminario de La Linda, a dos rosarios de Manizales. Echaban la casa por el campanario y el púlpito al mismo tiempo.  Misa de dos yemas, en latín, claro, y de espalda a la respetable feligresía.

Había recorderis de la regla de Agustín (354-430) nacido en Tagaste, África, actual Argelia, que dejó colgada de la brocha a Floria Emilia, “de cuya unión”, hubo un hijo, Adeodato. 

En una novela de Jostein Gaarder, el mismo de El mundo de Sofía, Floria Emilia le ajusta cuentas a Aurelio Agustín por haberla preferido a la teología. Primero el amor, Dios puede esperar, es la tesis de Floria en el bello libro.

“Ante omnia, fratres carísimi, diligatur Deus, deinde proximi…”, (en traducción libre: Parceros, primero amen a Dios y después al prójimo) empieza la regla de Agustín en el latín que hemos olvidado después de haberlo estudiado todos los días. Le metíamos el diente a la traducción de trocitos de las catalinarias de Cicerón. Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (Pilas, Catilina, sin abusar mucho de la paciencia, papá, también en libérrima traducción). Con ese latín que aprendimos en los textos de Vives no nos cambiábamos por Dios mano a mano.

Conservo calificaciones del Colegio Apostólico. Sobresalía en latín, preceptiva literaria y ortografía. Siempre he sido un ducho a la hora de poner el punto final o seguido. Las comas no se me dan. Menos el punto y coma.

Como Dios hace las cosas bien, como Carvajal, fui llamado, pero no escogido. Uno de mis profesores, precisamente de apellido Carvajal (José) nos casó en la capilla de la Iglesia de Suba.

Como pichón de fraile, me alcanzó pa foto con el hábito agustiniano. Nos fue bien: nos ahorramos curas pedófilos. Cero acosos en una época en la que ver la sota de bastos, o las bellas montañeras de La Linda que iban a misa, nos alborotaban la bilirrubina sexual que después convertíamos en materia prima de sueños eróticos.  (Pedíamos como San Agustín en sus Confesiones: Señor, hazme casto, pero no todavía).

In illo tempore, las familias soñaban con tener, mínimo, un cura en casa. Más que un papa en el árbol genealógico, las madres querían desembarazarse de los que jodíamos demasiado.

Decidí que tenía vocación cuando me prometieron que volaría a Manizales en Superconstellation, de Avianca. Caí en la tentación porque lo malo de no caer en ellas es que no se vuelven a presentar, decía Wilde. Llegué al aeropuerto de Santágueda, “muy tieso y muy majo”, de pantalón largo, otra exigencia mía.

No me aburrí un solo día de los tres años, un mes y ocho días que pasé enclaustrado. Supongo que las bases culturales y morales recibidas nos ayudaron a transitar por este acabadero de ropa que es el mundo o el siglo, como se dice en la jerga conventual.  Tomé tan pecho mis estudios que me creí el primer papa agustino recoleto. Pero el que baraja las cartas le tenía destinado ese chicharrón al gringo León XIV.

No he sido un dechado de perfección. Lo he hecho lo mejor que he podido. Que tampoco es mucho. Pero nunca he tenido la casa por cárcel. Me he ganado la casa por casa.

Ahorcado el hábito de agustino, el regreso a casa se produjo en cómoda Flota Arauca que molía rancheras. Un día lluvioso me veo depositado en la autopista, al lado del Gran Pandequeso, de Envigado, con mis chiros exteológicos metidos en una caja de lata con florecitas.  

En el seminario nos animaban a escribir. Los frailes eran exigentes a la hora de las correcciones. Teníamos clases diarias de español y redacción. Supongo que allí me inicié en el oficio de ganarme la vida y para la vida.

De pronto nos llevaban a cine nocturno en Manizales. Una mano “ad hoc” se encargaba de tapar los besos que se iban a dar los mexicanos Joaquín Cordero y Ana Luisa Pelufo. No había que darles materia prima a los seminaristas para sus sueños eróticos que había que confesar después. Pecar, ni con las ganas.

Como lagarto madrugador, logré que me permitieran barrer la biblioteca en la mañana. Era poco lo que barría y más lo que leía. Allí me encontré con el fruto prohibido: el Index librorum prohibitorum. El pecado de lector a hurtadillas no lo confesaba porque me ponían a barrer el refectorio (restaurante). O los baños. Fo.

 San Agustín decía que la riqueza no está en tener mucho sino en necesitar poco. Parece que me he guiado por esa directriz. He sido tan exitoso  que nunca conseguí plata. Le pediré a la agustina Santa Rita de Casia, abogada de imposibles, también agustina,  que me depare el baloto, pruebo cómo es eso de ser rico, y regreso a mi pensión de cargaladrilosque me ha regalado una vidas en la que nunca han faltado el pan y el vino en nuestra mesa. (Líneas pasadas por latonería y pintura). (Opinión).

Pie de Foto: Seminaristas agustinos recoletos de finales de los años cincuenta con nuestros profesores en La Linda, Manizales. Rector Rubén Buitrago, prefecto de disciplina, Enrique Buriticá, entre otros.