15 junio, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Día de Mercado

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Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 
El viernes 20 de julio de 1810, Asunción de María Oicatá terminó de poner en el canasto de la china del servicio que acompañaba a una señora encopetada una sarta de ajos que le ofrecía como ñapa por la compra de la vitualla. Mientras ellas se alejaban mascullando y cruzando las vistas, Asunción se ajustó la corrosca y terció la ruana, pero cuando se acomodaba en la estrechez de su tienda bajo la lona oyó voces y gritos desencajados. 
 
Era Día de Mercado en la Plaza Mayor de Santa Fe de Bogotá. Y el barullo provenía de la casa situada en la esquina de la Calle Real con la Calle de La Catedral.  
 
Asunción se distrajo rápidamente, no sin antes contenerse de ir a tomar un poco de agua, no a quejarse, al “Mono de la pila”, la fuente que presidía la esplanada, congestionada y febril, cuando ya el tumulto transitaba el mediodía ventoso y de engañosas nubes sabaneras en una jornada que bien podría terminar con una refrescante totuma de chicha o de guarapo en algún recoveco de Las Nieves. Tufaradas de fritanga cruzaban el aire enrarecido. Si le cogía la noche, que llegaba temprano con el advenimiento de las sombras, iba a tener que pernoctar por ahí… 
 
Santa Fe de Bogotá tenía entre 25.000 y 30.000 habitantes y en la casa esquinera donde aumentaba el estrépito del zaperoco fungían varios comercios. Uno de ellos era el almacén del ciudadano español José González Llorente, afamado por su intemperancia, bocazas, y afincado en estos lares desde 1784, donde el señor Luis de Rubio se dirigió para pedir prestado un florero. Se había decidido usarlo como adorno en la cena de visita que se iba a celebrar para agasajar al comisario real, el quiteño Antonio Villavicencio. 
 
Solo que había un propósito escondido y que correspondía a un plan trazado en las noches anteriores. 
 
Asunción no sabía nada de eso. Tampoco detallaba, pero tal vez sí sufría como parte de ella, que la villa convertida en ciudad donde residía la cabeza del Virreinato de la Nueva Granada, entre 1778 y 1800 había aumentado su población y en la primera década del siglo XIX casi la mitad de sus habitantes eran foráneos. Estaba dividida en ocho barrios y 200 manzanas. Era un imán que atraía indígenas fugados del tributo, mestizos y esclavos manumitidos. Los advenedizos eran en su mayoría mujeres, que conformaban, por otra parte, un poco más del 60 por ciento de la población. El control gubernamental sobre esa avalancha de forasteros, muchos de ellos convertidos en vagos y mendigos, delincuentes y gente ociosa de la plebe, había sido desbordado. 
 
Y el horizonte de pobreza se aunaba al copioso crecer de las inmundicias que plagaban los adoquines y las calles empedradas y al trajinar de perros callejeros incontables y de caballos numerosos –-el medio de transporte obligatorio–, una vocación de muladar que pudría la salud y emponzoñaba el aire. El continuo atosigamiento de los desechos ennegrecía las aguas de los ríos Fucha, San Francisco, Arzobispo y San Agustín, congestionaba los meandros de las quebradas Las Delicias y La Vieja y amenazaba de ocasión con estragar los chorros de Belén, Fiscal, Botellas y Padilla. 
 
Difícil acontecer para esta cumbre de Los Andes que todavía se recuperaba del terremoto del 16 de julio de 1805, que con la rabia incógnita de la Madre Tierra arrasó la cuarta parte de la ciudad. 
 
El alboroto creció. El acaudalado Pantaleón Sanz de Santamaría y Prieto de Salazar, abreviado para la historia como Pantaleón de Santamaría, ya estaba en la calle, liado a puños con Llorente (en aquella época se llamaba sin problema ni ofensa a las personas por su apellido materno), teniendo como testigos a los hermanos Morales, Antonio y Francisco. La iconografía que consolidó el evento en Grito de Independencia, también de acuerdo a intereses republicanos y patrióticos posteriores, registra el pugilato. 
 
La chusma gritaba “abajo los chapetones”. 
 
Todo había salido a pedir de boca. 
 
Lo habían terminado de planear dos noches atrás, en la casa de Camilo Torres, donde, como en el Observatorio Astronómico, presidido por el sabio Francisco José de Caldas, se acopiaba un grupo de conjurados interesados en replicar el recurso de Las Juntas, organismo de resistencia y aliento político que surgió en ultramar e hizo eco en las colonias americanas luego de la invasión napoleónica y las abdicaciones de los reyes Fernando VII y Carlos IV en favor del tirano francés. Francisco Morales levantó la mano para ser el encargado de prender chispas al genio desmadrado de Llorente. 
 
Los minutos pasaban convertidos en horas de la tarde encendida de revuelta. Al balcón de la casa esquinera subió el llamado regidor perpetuo José Acevedo y Gómez. El pueblo, esa figura tan volátil e imprecisa, lo aclamó como su Tribuno y escuchó estas palabras que, como las pinturas, se afianzaron en la firme leyenda de aquel día: “Si perdéis estos momentos de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes: ved (señalando las cárceles) los calabozos, los grillos y las cadenas que os esperan”. 
 
A las seis de la tarde la oscuridad avanzaba, interrumpida por el fulgor de faroles escuálidos y teas ambulantes. Los tenderos habían levantado las ventas de azúcar y sal en el centro de la escuadra, de carne los apostados en la esquina sur y de raíces comestibles y legumbres y gallinas en jaula quienes se emplazaban en el lado derecho de la Plaza Mayor. 
 
Y a esa hora está fechada el Acta de Independencia (del Cabildo Extraordinario de Santa Fe). Mientras la Junta forma la Constitución “que afiance la felicidad pública” y vela por la seguridad de la Nueva Granada, “protesta no abdicar los derechos imprescindibles de la soberanía del pueblo a otra persona que a la de su augusto y desgraciado Monarca don Fernando VII, siempre que venga a reinar entre nosotros”. Hoy se puede celebrar que esa pretensión fuera imposible de cumplir y salvara a estas tierras de la presencia del rey felón e inepto, considerado el monarca más desastroso de España. 
 
Se menciona “la voluntad del pueblo”, “los individuos del pueblo”, “las desconfianzas que tiene el pueblo”, que el pueblo respondió con “las mayores señales de complacencia” y que al pueblo se manifestó a la propuesta de los vocales en quienes “el mismo pueblo iba a depositar el Supremo Gobierno del Reino”. 
 
Son cuarenta los firmantes y más los que faltan en el acta para sumar un total de 53, muchos de ellos rubricando el documento en la madrugada del 21 de julio. El 77 por ciento eran criollos. Los restantes, peninsulares. La mayor parte de los de aquí provenían del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y del Real Seminario de San Bartolomé. No eran jóvenes soñadores e idealistas. Exceptuando a 12 de ellos cuyos onomásticos han sido difíciles o imposibles de precisar, la media de edad de los signatarios era 43,3 años. Y tampoco eran “el pueblo”, sino integrantes de la élite rectora de la capital santafereña, 18 de los cuales ejercieron la autoridad decisiva: “… en el acta del 20 julio, efectivamente, estaba representado el grueso de las fuerzas fácticas y los resortes del poder capitalino, encabezado por los miembros del Cabildo y por una mayoría de individuos formados en leyes y vinculados al tráfico comercial”. 
 
La historia tiene muchas caras. Y los cuestionamientos afloran con insolencia y muchas veces con razón, 214 años después de aquel Día de Mercado. Como que la Batalla del Pantano de Vargas, el 25 de julio de 1819, más radical y sangrienta, fue definitiva en la derrota española, mucho más que la del Puente de Boyacá, debilitando al ejército enemigo y facilitando los alamares que engallan al 7 de agosto. Hay quienes fijan el 10 de octubre de 1821 como la verdadera fecha de la independencia nacional. En ese momento, dos representantes de la alcurnia criolla, José María Córdova y Mariano Montilla lideran el ejército de “soldados sin coraza” que puso de barquitos en el mar al último soldado español. 
 
Ah, y hoy, fruto del rebusque documental y de nuevas miradas al prisma de la historia, hay quien asegura que Llorente no prestó el florero por ser mala papa, sino porque el adminículo estaba en deplorables condiciones. 
 
“El pueblo” sigue siendo un término ambiguo, manoseado, con el que suele atribuirse poder a fragmentos de la sociedad, invocándonos a todos. 
 
La mujer que compró el mercado a Asunción se llamaba María Francisca Prieto y Ricaurte. Era la esposa de Camilo Torres. Tuvo un papel definitivo en la organización de ese germen independentista que fueron las tertulias. 
 
De Asunción de María Oicatá no se supo más al llegar con su desconcierto la noche de aquel congestionado Día de Mercado. 
21.07.2024 
 
Fuentes: 
1. Juana María Marín Leoz, Genealogía de un Acta. Los firmantes del Acta del Cabildo Extraordinario de Santa Fe del 20 de julio de 1810. 
2. Manuel Pareja Ortiz, Testigos y actores de la Independencia de Nueva Granada. 
3. Renán Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada 1760 – 1808, Genealogía de una Comunidad de Interpretación. 
4. Rodrigo Llano Isaza, La independencia en Bogotá: el 20 de julio de 1810, Credencial Historia, No. 241. 
5. Cecilia Restrepo Manrique, Alimentación y culinaria durante la Independencia. Credencial Historia, No. 250. 
6. Nicolás Alejandro González Quintero, “Se evita que de vagos pasen a delincuentes”: Santafé como una ciudad peligrosa (1750 – 1808). 
7. Robert Ojeda Pérez, Santafé, orden y desórdenes vistos a partir de la reforma urbana de 1774. 
8. Ubaldo José Elles Quintana, La independencia, el 20 de julio y otras farsas de la historia nacional, Blogs El Universal, 28.07.2019. 
Nota: Asunción es un personaje ficticio, basado en coordenadas de la época, lo mismo que su interacción con la esposa de Torres. El relato es mi forma de contar la historia, basada en muchas fuentes, no todas coincidentes, por supuesto, sino, muchas, totalmente opuestas.