24 abril, 2024

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Crónica # 119 del enchuspado maestro Gardeazábal: Hasta la muerte cambió

@eljodario

Si algo ha significado un duro golpe a las costumbres y los sentimientos de todo un país como el nuestro, es la manera cruel y despiadada en que fundamentados en el miedo, ni se les puede acompañar en los minutos finales para darles el adiós o el aliento y, a los otros muertos, tampoco se les puede hacer los funerales que han significado por siglos el culto a los que dejan de respirar y establece claramente la distinción entre seres humanos y animales.

Con el argumento aparentemente razonable (y dictatorial porque lo dijo un médico) de que los cadáveres pueden conllevar por horas o días el contagioso virus, cortaron de un tajo el vínculo que a lo largo de la historia la humanidad ha sostenido con la muerte.

Probablemente el galeno que lo decretó imperialmente tenga razón. Pero probablemente puede estar tan despistado como todos sus colegas que no atinan a encontrar ni el antídoto ni la vacuna contra el corona virus.

El desespero por la supervivencia ha servido para aplastar toda la tradición que por milenios hemos guardado los humanos ante la muerte.

La prohibición, decretada en Colombia, de que los cadáveres de los seres queridos que hayan muerto por la peste no los pueden cargar sus deudos obligó a que no se permitan velorios ni aglomeraciones llorosas frente al cura o el pastor, el rabino o el chamán. Por orden médica, custodiada pretorianamente por los gobernantes, se pateó el tablero de los hilos más profundos y se nos prohíbe abrazarse para manifestar solidaridad o compartir el dolor.

Resulta todo tan inhumano como las opciones arrebatadas a los ancianos de sobrevivir si competían por una cama de UCI. Resulta todo tan cruel como las nulas oportunidades de salvarse con un medicamento diferente a los autorizados por las agencias gringas o el Invima. Y como los remedios usados no sirven, la congestión en las clínicas y hospitales termina insonorizando a quienes ordenan a médicos y enfermeras que espanten con dureza todo sentimiento y que con frialdad extrema abjuren de cualquier sensibilidad.

Para muchos sigue siendo imposible. Por eso tal vez, los familiares de la señora de Pradera que había sido trasladada a una de las UCI que tienen las clínicas de Tuluá reaccionaron con violencia y las emprendieron contra el personal sanitario, los muebles y lo que encontraron a su paso porque no les dejaban llevarse a su muerta hasta su pueblo natal. Ellos, como muchos, no hemos entendido que esta peste nos patasarribió todo un esquema de siglos y milenios para asumir las penas.

Ahora falta que nos prohíban llorar porque las lágrimas son también contagiosas y algún médico querrá que lo aplaudan por el descubrimiento.

Escuche al maestro Gustavo Alvarez Gardeazábal