5 noviembre, 2024

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Cristóbal Colón: El Caballo de Troya de los Judíos en el Descubrimiento de América

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Gloria Montoya

Por Gloria Montoya Mejía 

El 12 de octubre, un secreto largamente guardado comenzó a desvelarse. Los resultados del ADN de Cristóbal Colón, uno de los personajes más enigmáticos de la historia, salieron a la luz, revelando una nueva verdad. Durante siglos, se nos ha enseñado que Colón era genovés, pero los recientes análisis genéticos han puesto en duda esa narrativa. En lugar de confirmar su ascendencia italiana, los estudios revelan un origen mucho más profundo y complejo: Colón podría haber sido judío sefardí. 

Este análisis, realizado por un equipo de expertos tras más de dos décadas de investigación, examinó los restos atribuidos al navegante, incluidos los huesos preservados en la Catedral de Sevilla. Los resultados confirman una teoría que algunos historiadores, como Salvador de Madariaga, habían planteado hace tiempo: Cristóbal Colón no era solo un explorador al servicio de la corona española, sino posiblemente un miembro de una familia judía sefardí, exiliada durante la gran expulsión de 1391, un siglo antes de la expulsión definitiva en 1492. Quizá, incluso, Colón tenía una misión profética, conocida en su pueblo. 

Cuando escribí mi libro Los hijos de la montaña, la leyenda judía, ya vislumbraba un Colón distinto al que nos relatan los libros de historia. Me intrigaba la posibilidad de que su viaje fuera algo más que un simple proyecto de exploración. Descubrí que los judíos sefardíes tuvieron un papel crucial en la financiación y organización de la expedición. Apenas tres días después de que la última oleada de judíos fuera expulsada de España el 31 de julio de 1492, Colón zarpó hacia el Nuevo Mundo el 3 de agosto. Las coincidencias eran demasiadas para ignorarlas. 

Pero lo que realmente me sorprendió fue que Colón no llevó a ningún sacerdote católico en su expedición, como era la costumbre, sino a un traductor de hebreo y arameo. Aún más intrigante, las velas de sus naves no lucían cruces católicas, sino símbolos de la cruz templaria. Estos detalles, oscuros y casi olvidados, alimentan el misterio que rodea su verdadera identidad y sus motivaciones. 

En el primer capítulo de mi libro, relato el último viaje de Colón, cuando ancló en las costas del Cabo Tiburón, cerca de Capurganá y La Miel. Durante ese viaje, Colón afirmó haber recibido una revelación divina, en la que se le mostraron personajes bíblicos como Noé, Moisés, David y Salomón. Se le dijo que había sido elegido para abrir una puerta oculta que había estado cerrada para todos los demás, y que su nombre quedaría inscrito en la historia. Paradójicamente, no fue el continente recién descubierto el que llevó su nombre, sino nuestro país: Colom…bia. Un nombre que parece insinuar una verdad escondida a plena vista. 

¿Y si Colón no solo estaba buscando nuevas rutas comerciales? ¿Y si estaba buscando algo más profundo, un refugio seguro para sus hermanos sefardíes, expulsados de España por no renunciar a su fe? Algunos cronistas, como Fray Bartolomé de las Casas, dejaron constancia de que lo que veía en el Nuevo Mundo eran los pobladores de las tribus perdidas de Israel. Más tarde, en 1650, el gran rabino de Holanda, Menasseh Ben Israel, propuso que el «descubrimiento» de América podría haber sido, en realidad, el comienzo de una nueva diáspora judía. Una búsqueda de las «ovejas perdidas de la casa de Israel» y la posibilidad de ofrecerles un nuevo hogar. 

Los resultados del ADN de Colón han abierto más preguntas de las que han respondido, pero una cosa es segura: su historia es mucho más compleja de lo que se nos ha contado. Como bien dijo Tomás Carrasquilla: «El alma colectiva de esta montaña es todavía una incógnita. Se despejará, pero… ah, tarde”.

Quizás, con esta nueva información, estemos finalmente a las puertas de desentrañar el misterio de uno de los mayores exploradores de la historia, y con ello, un poco más del enigma de nuestro propio origen.