Por Ramón Elejalde Arbeláez
La distinguida matrona fue a su finca Musinga Grande (Frontino), el 29 de septiembre de 1983, en la vereda del mismo nombre, como lo hacía la familia con frecuencia desde tiempo atrás. Ella y su esposo, el doctor Guillermo Gaviria Echeverri, habían sido advertidos por un finquero vecino, el señor Hunaldo Cadavid Elejalde, que por el lugar merodeaban hombres jóvenes, extraños, que seguramente hacían inteligencia para un secuestro. Doña Adela y el doctor Gaviria desestimaron las alertas.
Era usual ver a los Gaviria Correa en época de vacaciones disfrutando de la vegetación, de la naturaleza y de los caballos de su finca y de la región. Eran vecinos de una familia a la que estaban unidos por una amistad de muchos años, la familia Vélez White, que por esa época tenía a Gabriela White de Vélez como su estandarte y a la que pertenece Cecilia María Vélez White, quien fuera ministra de Educación en los gobiernos de Uribe Vélez. Guillermo Gaviria Correa, el gobernador asesinado por el Frente 34 de las Farc, corrobora esta entrañable amistad que unió a dos familias, en una carta enviada desde el cautiverio:
“Hoy he vuelto a pensar en lo cerca que me encuentro de mi Musinga, aquel lugar donde están nuestros más felices momentos de infancia. Allí fue creciendo la familia y fui aprendiendo a compartir e incorporar en mis juegos a mis siete hermanos, además de nuestra entrañable amistad con la familia Vélez White”
Doña Adela fue secuestrada por el EPL en su finca y trasladada en vehículo hasta un lugar cercano a Nutibara (Frontino), seguramente por el carreteable que lleva de este corregimiento a la vereda de Curadiente, donde hoy está el más importante santuario de la Santa Madre Laura. El vehículo la dejó a orillas de un plantío de caña de azúcar, donde los secuestradores la internaron a la espera de instrucciones para poder continuar el viaje. Obtenida la autorización por medio de radio teléfono, la ilustre dama y sus captores emprendieron un camino amplio al comienzo, posiblemente la ruta que lleva a la vereda Chachafrutal, y de allí a un lugar cercano a Carautica o Carauta.
Cuenta doña Adela que caminó mucho, que tuvo jornadas de reposo, pero también penosas caminatas hasta de veinte días con descansos en la noche para evitar las culebras, el pantano y las lluvias, que, durante el tiempo de su plagio, fueron inclementes y permanentes. Solamente una vez le facilitaron una bestia para remontar una empinada cordillera.
Aunque el secuestro en sí es un crimen abominable, una afrenta a la dignidad humana, doña Adela contó que recibió un trato respetuoso, dentro de la infinidad de limitaciones y padecimientos que soportó durante su cautiverio, salvo cuando al final del mismo trataron de quebrantar su resistencia con hongos de la selva, la obligaron a fatigosas jornadas en medio de reprimendas y llegó al final del cautiverio con una herida en la rodilla. Compartió con sus captores enseñanzas, vivencias y lecturas. Uno de ellos, tal vez el comandante del grupo, parecía un hombre medianamente preparado. Siempre estuvo segura que era un forastero, quizás un centroamericano, aunque a veces le parecía que era de Albania, país de origen ideológico de la guerrilla del EPL. Recuerda su nariz aguileña, su voz meliflua y su cara pálida. Por las conversaciones sostenidas con él, la ilustre secuestrada concluyó que el guerrillero era un buen conocedor del pensamiento griego. Del grupo que la custodió nunca hizo parte una mujer, salvo al final de su cautiverio cuando apareció una. Entendió que entre sus plagiarios había dos frontineños y un fornido guerrillero oriundo de la ciudad de Santafé de Antioquia, que en ocasiones la pasó, físicamente sobre sus hombros, por caudalosos ríos.
Muchos episodios entristecen las facciones de doña Adela contando las penurias de esos largos cuatro meses, pero dos en particular llaman la atención: un día, por la tarde, llegó a buscar el cambuche donde dormía y por precaución sacudió la cobija y vio con pánico como salía veloz una culebra venenosa.
La otra historia comenzó el día que llegó un hombre alto, vestido de ruana y que siempre mantenía cubierta su cara con pasamontañas, a indagar por las circunstancias del secuestro. Doña Adela siempre fue fuerte. No se arredró y era consciente del acuerdo con su esposo Guillermo de que jamás pagaría un peso si alguno de los dos era secuestrado.
A partir de esa misteriosa visita su vida cambió sustancialmente. Se volvió irascible, llorosa, deprimida y lo peor, con intenciones suicidas. Noches enteras sin conciliar el sueño y con la convicción de abandono por parte de su familia. Atrás quedaron su fortaleza y su decisión de que la familia no transigiera. Recuerda como caminó por horas, en un corto trayecto, donde se lo permitían, cenagoso y húmedo; no la venció ni el cansancio que le produjo ir y venir cientos de veces en ese cortísimo camino, a lo sumo de unos siete u ocho metros. En los pocos momentos de sosiego que tuvo durante esta crisis que le duró unos veinte días, le adjudicó al misterioso visitante la responsabilidad de que le estuvieran suministrando un medicamente o algo, para alterar su tranquilidad. Cualquier día sentada en un tronco de madera, a orillas de una quebrada, preguntó a uno de sus captores:
– ¿Este hongo, señalando uno que crecía cerca del tronco, será venenoso o no?
– No señora. Lo desconozco. Pero ese no es del que le están dando a Usted.
La respuesta la paralizó. Siempre creyó que en las comidas le estaban dando algo que le producía su terrible tristeza y sensaciones de abandono. Obvio, ya el contenido de las cartas de doña Adela a su familia eran el reflejo de la nueva situación que sufría y estos, cuando pudieron, le enviaron un medicamento apropiado para la situación que le recomendó el médico de la familia.
Antes de que los tranquilizantes llegaran a su destino, la ilustre dama sufrió tal vez la más grave de sus crisis. Sentada sobre el cambuche, construido generalmente a orillas de una quebrada, con madera rústica, un poco levantado sobre el suelo y con plásticos que la protegieran de los terribles aguaceros, se llenó de gran nostalgia y tristeza. Miró como la quebrada bajaba ese día con mucha agua enfurecida que atronaba ensordecedoramente en la selva. Vio solamente un guerrillero que la custodiaba. Sintió un fuerte impulso suicida. Comprendió que había llegado el momento de una decisión definitiva. Calculó los pasos que debía dar para lanzarse a la quebrada y encontrar solución a su infinita tristeza. Estando en todas estas disquisiciones prorrumpió en llanto y en un fuerte clamor para que su vigilante no la dejara cometer un error imperdonable y fatal. Como pudo, el subversivo la cogió y trató de serenarla. Desde ese momento la vigilancia sobre la dama fue más rigurosa, aunque afortunadamente para la víctima los medicamentos llegaron poco después de la crisis y le produjeron una fuerte sensación de alivio y paz interior; por fin pudo conciliar el sueño. Seguramente los plagiarios también dejaron de suministrarle lo que le producía el terrorífico efecto.
El camino a la libertad lo emprendió doña Adela desde la vereda Calles en el municipio de Urrao, inicialmente en compañía del Conrado Pérez (a. el Tuerto) y otros guerrilleros, quienes la obligaron a emprender largas jornadas de a pie, no exentas de reprimendas injuriosas que lesionaban la dignidad de la víctima, especialmente de alias el Tuerto, guerrillero oriundo de Frontino, que luego fue jefe paramilitar en este municipio.
En una ocasión se lastimó una de sus rodillas contra una piedra y aun así y pese al intenso dolor e hinchazón, fue obligada a caminar. Al final de tan penosas jornadas fue recibida por una familia de apellido Pérez, -nada que ver con el guerrillero- de la que recibió cariño y respetuoso cuidado. Después la condujeron a la escuela de Calles, donde un educador de apellido Restrepo la recibió con solidaridad, apoyo y afecto. Mas tarde la trasladó al corregimiento La Encarnación donde la familia Larrea la hospedó mientras pudo continuar su camino. Finalmente llegó a Urrao el 10 de febrero de 1984, cuatro meses y diez días después del secuestro.
Por muchos años doña Adela continuó frecuentando el sentido de la gratitud con el educador Restrepo, las familias Pérez y Larrea que la protegieron en Calles (Urrao).
Estos recuerdos los traigo a colación como un homenaje a una verdadera heroína de la paz y la no violencia.
· Tomado todo el texto del Libro Don Mateo Rey de Ramón Elejalde A.
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