
Por Ramón Elejalde Arbeláez (Foto)
La reciente decisión del gobierno de los Estados Unidos de descertificar a Colombia en la lucha contra el narcotráfico no solo resulta incomprensible, sino que también constituye un acto de abierta injusticia frente a los esfuerzos que el país ha desplegado durante décadas para enfrentar este flagelo. Se trata, a todas luces, de una medida política, más interesada en enviar un mensaje ideológico que en valorar con objetividad los resultados concretos de la estrategia antidrogas en el actual gobierno.
En la historia del combate contra las drogas ilícitas, Colombia ha sido el escenario de mayor sacrificio humano y social. Aquí se han contado por miles los muertos: campesinos desplazados, policías, soldados, jueces, fiscales y hasta candidatos presidenciales. La sangre de todo un pueblo ha sido el costo que se ha pagado para intentar contener un problema que no nació en Colombia, sino que responde a una demanda insaciable de consumo en Estados Unidos y Europa.
La llamada “guerra contra las drogas” la perdió el mundo hace muchos años. Ni los multimillonarios presupuestos invertidos ni las estrategias de erradicación forzosa han logrado modificar la esencia del problema: mientras haya consumidores dispuestos a pagar por cocaína, heroína o fentanilo, habrá alguien dispuesto a producirla. La descertificación de Estados Unidos, en lugar de reconocer esta verdad, recae nuevamente sobre los hombros de un país que ha hecho más que ningún otro para contener la expansión de este mercado criminal.
En los tres primeros años del actual gobierno, los logros en materia de incautaciones son contundentes. Más de 700 toneladas de drogas ilícitas han sido decomisadas, lo que equivale a cerca de 450 millones de dosis de cocaína que no llegaron a las calles de Nueva York, Miami, Madrid o Berlín. El propio ministro de Defensa ha señalado que cada 40 minutos se destruye un laboratorio de procesamiento de cocaína, cifras sin precedentes en la historia reciente del país.
A ello se suma un dato incontrovertible: las incautaciones de clorhidrato de cocaína han crecido en un 62 % frente a los tres años anteriores al inicio de este mandato. De igual manera, las interdicciones marítimas han aumentado en un 14 %, lo que significa que cada vez más cargamentos que zarpaban hacia el norte han sido interceptados en alta mar. Se trata de estadísticas que no admiten discusión, pues muestran un esfuerzo sostenido y una efectividad que contradicen, de manera abierta, la decisión de descertificar.
Lo paradójico es que, mientras se desconocen estos avances, Estados Unidos se muestra reticente a incluir al Clan del Golfo en la lista de organizaciones terroristas internacionales, a pesar de que todo su accionar se financia de las drogas ilícitas. Una incongruencia difícil de explicar si no es por intereses políticos o cálculos estratégicos, ajenos al verdadero problema del narcotráfico.
Uno de los aspectos que más críticas ha generado en Washington es la negativa del presidente Petro a criminalizar al campesino cultivador. Y tiene razón en no hacerlo. En la cadena del narcotráfico, el cultivador es el eslabón más frágil, el que menos gana y el que más riesgos asume. Convertirlo en delincuente, como se hizo durante décadas, no resolvió nada: solo sirvió para engrosar cárceles, perpetuar la pobreza rural y multiplicar la violencia. La estrategia actual, que busca ofrecer alternativas de desarrollo en lugar de represión, merece apoyo y tiempo, no sanciones ni descalificaciones.
Lo más grave de esta decisión es que Estados Unidos y Europa se niegan a mirarse en el espejo. Son ellos los principales consumidores de cocaína, marihuana procesada, metanfetaminas y, de manera alarmante, fentanilo, una droga sintética que está causando estragos sin precedentes en las calles de Norteamérica. Este último producto ni siquiera se produce en Colombia: se fabrica en laboratorios estadounidenses con insumos legales y mata a miles de jóvenes cada año.
Resulta hipócrita exigirle a Colombia que solucione un problema que tiene como causa principal un mercado consumidor creciente en el norte global. Mientras el consumo aumente, los cultivos crecerán, y ninguna política de erradicación forzada podrá revertir esa tendencia. Sin una corresponsabilidad real, el sacrificio de Colombia seguirá siendo en vano.
Las declaraciones de voceros estadounidenses, como el senador Marco Rubio, dejan en evidencia que la descertificación obedece más a consideraciones ideológicas que a realidades objetivas. Cuando se afirma que “Colombia tiene un presidente errático que no ha sido un buen socio”, lo que se está juzgando no es la política antidrogas, sino la postura independiente de un gobierno que no se pliega a las órdenes de Washington.
La descertificación aparece, así como un instrumento de presión política, más aún en un contexto electoral en el que sectores de la extrema derecha buscan capitalizar cualquier crítica contra el presidente Petro. Al incluir en el comunicado expresiones de reconocimiento a la labor del ejército, la policía y autoridades locales, pero al mismo tiempo descalificar la conducción del gobierno nacional, se revela la verdadera intención: incidir en la política interna colombiana y debilitar al actual mandatario.
No se puede pasar por alto el papel de ciertos sectores de la oposición que, en lugar de defender los intereses de Colombia, han hecho peregrinajes a Washington para pedir sanciones contra el país. Se trata de los cipayos de siempre, aquellos que están dispuestos a sacrificar la soberanía nacional con tal de ganar unas elecciones. Lo lograron: la descertificación hará daño a Colombia, afectará la cooperación internacional y golpeará a los más pobres, todo en aras de una mezquina disputa de poder.
La descertificación de Colombia por parte de Estados Unidos es un acto político, injusto y desagradecido. Ignora los resultados concretos, desconoce el sacrificio histórico de los colombianos y se erige en un instrumento de presión ideológica. Mientras tanto, los verdaderos responsables del problema —los grandes consumidores del norte— continúan evadiendo su cuota de responsabilidad.
Colombia no puede seguir siendo el chivo expiatorio de una guerra que el mundo perdió hace décadas. Ha llegado la hora de exigir corresponsabilidad, de reconocer los logros reales y de abandonar la hipocresía que castiga a quien más hace, mientras protege a quienes más consumen.
Corregido por IA
Más historias
Vistazo a los hechos: Petro desahoga su odio por Estados Unidos
JEP: La gran estafa
Mamá, amar, amor, amigo y amistad