10 septiembre, 2025

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Contracorriente: La Corte Suprema bajo la sombra del clientelismo

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Ramon Elejalde

Por Ramón Elejalde Arbeláez 

La reciente elección de Carlos Ernesto Camargo Assis como nuevo magistrado de la Corte Constitucional pasará a la historia, no por sus méritos jurídicos ni por la altura del debate democrático, sino por ser un episodio bochornoso que refleja la degradación de nuestras instituciones. Lo que debía ser un proceso transparente, serio y respetuoso de la majestad de la justicia, terminó convertido en una feria de intereses políticos, favores burocráticos y maniobras propias de la politiquería más vulgar.

La responsabilidad inicial recae en la Corte Suprema de Justicia, que elaboró la terna. En lugar de privilegiar el conocimiento, la trayectoria académica y la independencia intelectual, los magistrados permitieron que el clientelismo se filtrara en la selección. De allí salió el nombre de Camargo, cuya hoja de vida está más marcada por sus conexiones políticas y favores burocráticos, que por la producción jurídica. En el Congreso, como era previsible, se desató la maquinaria: almuerzos estratégicos, llamadas sigilosas, presiones soterradas y la campaña sistemática de desprestigio contra los verdaderos juristas de la terna.

Los medios de comunicación destaparon lo que parecía un secreto a voces: once magistrados de la Corte Suprema que votaron a favor de Camargo habían sido favorecidos con nombramientos durante su paso por la Defensoría del Pueblo. La ecuación resultaba evidente: “nómbrame y yo te elegiré”. Esta lógica, digna del más rancio clientelismo, terminó por contaminar un proceso que debía ser ejemplo de probidad institucional.

En la terna estaban también María Patricia Balanta Medina y Jaime Humberto Tobar Ordóñez, dos juristas de reconocida trayectoria, conocedores del derecho constitucional, respetados en la academia y la judicatura. Sin embargo, en lugar de ponderar su idoneidad, se prefirió descalificarlos con el uso de etiquetas políticas. A Balanta, por ejemplo, se le tildó injustamente de “petrista” e “izquierdosa”, cuando sus intervenciones públicas demostraron solidez argumentativa, conocimiento técnico y un profundo respeto por la Constitución y la ley. Escucharla en los medios era escuchar a una verdadera magistrada en potencia. Pero en la lógica del clientelismo, sus virtudes se convirtieron en obstáculos.

El comentario de Humberto de la Calle retrató con claridad la magnitud del problema: “Senadores: no confundir la Corte Constitucional con el Concejo Municipal de Caparrapí, con perdón de Caparrapí”. La frase, cargada de ironía, puso en evidencia la distancia que existe entre lo que debería ser el más alto tribunal de la Constitución y lo que terminó siendo un reparto político de bajo vuelo. No solo perdió Balanta, no solo perdió Tobar: perdió el país entero y, de manera particular, perdió la Corte Constitucional, que en ese cargo no contará con un jurista independiente y formado, sino con un político hábil para los acuerdos.

Conviene recordar que el origen del control constitucional moderno, diseñado en los Estados Unidos a partir de la doctrina de Marbury vs. Madison, estuvo cimentado en la teoría de la contra-mayoría: un cuerpo de jueces, no elegidos por el voto popular, debía estar en capacidad de controlar a las mayorías legislativas elegidas en las urnas, siempre bajo la premisa de que sus decisiones serían técnicas, jurídicas y fundamentadas en el derecho. Ese contrapeso es legítimo solo en la medida en que los jueces sean expertos, independientes y fieles a la Constitución. De lo contrario, el sistema se deslegitima desde la base. En Colombia, este episodio demuestra que el agua comienza a enturbiarse desde la misma fuente: la Corte Suprema de Justicia, encargada de la elaboración de la terna.

La elección de Camargo, más que un triunfo democrático, constituye un retroceso institucional. La Corte Constitucional, que debería ser un baluarte de independencia y sabiduría jurídica, se ve golpeada por la sombra de la politiquería. Se fractura así la confianza ciudadana en la justicia y se profundiza la sensación de que el clientelismo lo devora todo, incluso las instancias llamadas a defender la Constitución.

En un país con una democracia frágil y con instituciones constantemente asediadas, el nombramiento de magistrados debería ser un espacio para fortalecer la legitimidad del sistema y enviar un mensaje de respeto a la ciudadanía. Sin embargo, lo que observamos fue lo contrario: la imposición de cálculos burocráticos sobre los méritos, el triunfo del amiguismo sobre el derecho y la confirmación de que la política tradicional sigue teniendo las llaves de los más altos despachos judiciales.

Muy lamentable, sí. Porque lo que se eligió no fue a un magistrado de la Corte Constitucional, sino a un político con toga. Y porque lo que ganó no fue la justicia, sino el clientelismo que, una vez más, se disfraza de democracia.

*Corregido por IA