Por Ramón Elejalde Arbeláez
Este 31 de octubre se cumplen cinco años del fallecimiento de Horacio Serpa Uribe, uno de los últimos grandes líderes del liberalismo colombiano. Político de raza, doctrinario de convicción, defensor de las causas populares y hombre de palabra, Serpa dejó una huella imborrable en la historia política del país y en el corazón de quienes lo conocimos.
Nació el 4 de enero de 1943 en Bucaramanga, Santander, en el seno de una familia trabajadora. Desde joven mostró una profunda sensibilidad social y una extraordinaria capacidad de liderazgo. Su trayectoria pública fue amplia y diversa: alcalde de Barrancabermeja, juez de la República, representante a la Cámara, senador, ministro del Interior, embajador ante la OEA y gobernador de Santander por elección popular. Cada una de esas responsabilidades las asumió con la misma pasión con que defendía las causas del pueblo liberal.
Casado con la ilustre dama Rosita Moncada de Serpa, formó con ella una familia ejemplar. Fueron padres de Sandra, Rosita y Horacio José.
Serpa fue, ante todo, un liberal doctrinario, respetuoso de la ideología y de la tradición de su partido. Creía en la justicia social, en la dignidad humana y en el papel del Estado como garante del bienestar colectivo. Pero más allá de los cargos, su mayor virtud fue la coherencia: nunca traicionó sus principios, ni siquiera cuando ello significó sacrificar sus aspiraciones personales. Recuerdo como después de su marcha al Caguán, en contra de los atropellos de las Farc, Serpa se negó a asumir un discurso fuerte contra este grupo subversivo, como todos se lo recomendábamos. Siempre sostuvo que él era fiel a su ideal de lograr la paz mediante el diálogo civilizado.
Esa lealtad lo llevó, en 1998, a quedar a un paso de la Presidencia de la República. Ganó la primera vuelta de aquellas elecciones, pero en la segunda fue derrotado por Andrés Pastrana. Muchos coincidieron entonces en que Serpa pagó un precio alto por su fidelidad a sus convicciones y por su defensa del presidente Ernesto Samper durante la tormenta política del proceso 8.000. Pero él nunca se arrepintió. Sabía que la política sin lealtad ni decencia se convierte en un oficio sin alma.
Su carrera continuó, y en los años siguientes volvió a intentarlo, con la misma fe y el mismo entusiasmo, en 2002 y 2006. En esta última contienda, enfrentó su campaña más difícil, cuando buena parte del partido liberal había optado por tomar otros rumbos. Tuve el honor de acompañarlo como jefe de debate en Antioquia, y puedo dar testimonio de su entereza, su serenidad y su inquebrantable compromiso con Colombia. Aun en medio de la adversidad, Horacio Serpa conservaba la sonrisa, el humor santandereano y la esperanza.
Era un gran orador, dueño de una palabra cálida, convincente y cercana. Cuando hablaba en las plazas públicas, el pueblo lo escuchaba con emoción. No era un político de escritorio, sino de calle, de contacto humano, de abrazos y apretones de manos. Su liderazgo no se basaba en el cálculo, sino en la autenticidad. Por eso, las bases liberales lo respetaron y lo quisieron tanto: porque veían en él a uno de los suyos, un hombre del pueblo que nunca olvidó sus raíces.
Ideológicamente, Serpa fue un socialdemócrata progresista, convencido de que Colombia debía construir un Estado moderno, incluyente y justo. Su visión de país se anticipó a muchos debates contemporáneos sobre la equidad, la participación y la paz. Fue un ferviente defensor de la Constitución de 1991 y un actor clave en el proceso constituyente. Siempre apostó por el diálogo, por las salidas institucionales, por la reconciliación nacional.
Hoy, cinco años después de su partida, sus luces le hacen falta al Partido Liberal y a Colombia. En tiempos de polarización y de desconfianza, su ejemplo de civismo, decoro y compromiso ético sigue siendo una lección viva. Serpa no fue un político perfecto —ninguno lo es—, pero sí fue un hombre íntegro, de esos que creían que la política debía ser un instrumento de servicio y no de vanidad.
Si en el siglo XIX José María Obando encarnó el liderazgo popular, y en el siglo XX Jorge Eliécer Gaitán fue el símbolo de la esperanza frustrada del pueblo liberal, en la segunda mitad de ese siglo y comienzos del XXI Horacio Serpa Uribe fue su heredero espiritual. Como Gaitán, despertó pasiones; como Obando, mantuvo viva la llama de la causa liberal. Su nombre pertenece a esa estirpe de líderes que entendieron la política como un acto de amor por los demás.
A cinco años de su muerte, lo recordamos no solo por su trayectoria, sino por su humanidad. Por el amigo leal, el padre cariñoso, el servidor público honesto y el luchador incansable que fue. Horacio Serpa Uribe se nos fue un 31 de octubre, pero su vibrato —firme, alegre y comprometido— sigue resonando en la memoria de todos los que creemos que Colombia merece políticos con alma, con ideas y con corazón.


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