29 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Cóndores, 50 años

Por Jorge Restrepo Potes 

Con generosa dedicatoria, llegó a mis manos la preciosa edición conmemorativa de los 50 años de haberse publicado ‘Cóndores no entierran todos los días’, de la que es autor mi querido amigo y coterráneo Gustavo Álvarez Gardeazábal. 

Desde luego, yo había leído la novela tan pronto apareció en las librerías en 1971, pero ahora he llegado a la conclusión de que Gustavo escribió una obra maestra. Es un texto sin capítulos, que obliga a leerlo de un tirón pues es imposible cerrarlo sin concluir, y cuando se llega a la línea final nos damos cuenta de su perfección, que honra la literatura colombiana, y que se hizo acreedora, en su momento, del premio Manacor, otorgado por un jurado que presidía Miguel Ángel Asturias, premio Nobel de Literatura en 1967. 

No sé si lo que Gardeazábal consignó en esas páginas despierte en lectores nacidos en otros lugares de Colombia, o del mundo, las mismas sensaciones que surgen en el alma de quienes fuimos testigos de lo que fue para Tuluá la violencia despiadada que sufrió en esos eternos ocho años (1949-1957), en los que León María Lozano fue el azote de los liberales, que morían asesinados por el solo hecho de profesar un credo político diferente al del que luego se conocería como ‘El Cóndor’. 

Cuando ‘los doctores’ de Cali, como llama el novelista a aquellos dirigentes del partido de Gobierno que llegaron a Tuluá con el propósito de crear ‘una fuerza de choque’, que alejará a los liberales de las urnas para lograr así que Laureano Gómez ganara la presidencia en 1950, pretensión harto difícil porque el liberalismo era comprobada mayoría, que si perdió el poder en 1946 fue por la insensata división entre dos candidatos, Gabriel Turbay y Jorge Eliécer Gaitán. 

El sujeto al que reclutaron para conformar esa especie de grupo paramilitar, después conocido como ‘Los Pájaros’, era un hombre humilde de acendrados principios conservadores y religiosos, que tenía una pequeña venta de quesos en la galería del poblado. No les costó mucho trabajo convencerlo de que aceptara la proditoria misión pues se trataba de salvar a su partido y a su religión católica, en peligro ambos de perecer a manos de un partido -el Liberal-, que era para ellos la versión criolla del comunismo soviético. 

Y allí empezó esa espiral de sangre y fuego, y ‘don Leo’ se convirtió en el supremo líder de esos criminales, y figura destacada de su colectividad. En la puerta del Directorio Conservador de Tuluá fue adosada una placa de bronce en su memoria. 

Al volver a leer la recreación exacta de aquella época aciaga, me asaltan las mismas inquietudes que he tenido por tantos años: ¿Cómo se explica que los dirigentes cívicos y políticos conservadores de Tuluá fueran capaces de crear ese monstruo? ¿Por qué si Jorge Sanclemente, o Germán Pulgarín, o Pedro Alvarado, en un principio, y luego don Andrés Santacoloma, o su hijo Alfonso, o Aristides Arrieta, o tantos otros, eran tan amigos suyos como lo eran de los liberales, permitieron que fueran asesinados en las calles de Tuluá, a ciencia y paciencia de las autoridades cómplices? 

Nunca los liberales de Tuluá tomaron represalias. No hubo ningún muerto conservador por razones políticas en esos años. En Pereira, a León María lo mató -presuntamente- un agente del Gobierno de turno, que ya no lo soportaba por sus exigencias. 

Gardeazábal deja para la posteridad un relato veraz de esa ignominia.