
Por Oscar Domínguez G.
El “mínimo y dulce” Francisco de Asís veía cualquier animal, así fuera un colibrí, helicóptero con alas, o “el lobo de Gubbia, el terrible lobo” que cantó Rubén Darío, y se le arreglaba el semestre. Invitaba a almorzar a todo el reino animal. Por eso se quedó sin plata.
El contacto diario con los pájaros me remite al poema del caldense Antonio Mejía titulado “Palabras al hijo para que no use cauchera”. Allí se lee: “La cauchera es traición. Es alevosa, tiene el sigilo de los criminales”.
Al leer lo anterior por vez primera, sentí que el bardo Mejía estaba hurgando en mi prontuario de delincuente de pantalón cortico.
Y acabó de volver trizas mi precaria hoja de vida con lo que sigue diciendo en su poema: “La cauchera es una bomba atómica lanzada sobre los Hiroshimas de los árboles”. El poeta y columnista me había dejado en paños menores espirituales.
A partir de la lectura del poema de Antonio no me quedó otra alternativa que intentar un responso por los pájaros que en el pasado cayeron en desigual batalla gracias a mi eficiente puntería de sicario sin plumas. Y con cauchera, claro.
“Vamos a matar pájaros”, era el macabro estribillo que recitábamos los piernipeludos depredadores de vereda, armados con nuestra propia “Hiroshima” último modelo, construida de algún palo de guayabo que no sabía el destino que le esperaba a sus pacíficas espaldas.
A unos les daba por tirar piedra contra el establecimiento. A nosotros, por ejecutar cobardes atentados contra esas Edith Piaf con plumas que son las aves. (En su homenaje, la pequeña Piaf adoptó el alias de “Gorrión” de París que es, sospecho, como el copetón sabanero o el pinche paisa).
Cuando escucho las serenatas sin guitarra y sin licor que los pájaros nos dan todas las mañanas, no puedo menos que tratar de echarle tierra a mi prontuario caucheril.
Para indemnizar asesinadas tórtolas, pinches, tominejos, silgas, azulejos, mayos, tórtolas, algún exótico pájaro carpintero colega de San José, decidí redistribuir mi ingreso con ellas poniéndoles plátano y agua. No me permiten que me les acerque tal vez porque algún cucarachero les contó que no soy de fiar, que mi “ridiculum vitae” es oscuro, que maté a varios de sus colegas alados. (En la pajarera que tenemos los cucaracheros nos han hecho abuelos varia veces).
Los matábamos porque sí, porque nos daba la gana. Por verlos caer. Por sacar pecho cuando la piedra asesina daba en el blanco. A veces alguna tórtola se convertía en sopa.
Cuando no los matábamos, los cazábamos solo para aplicarles la macabra eutanasia de hacerles perder el vuelo. (Qué diferencia con Leonardo da Vinci quien compraba pájaros en el mercado para regalarles la libertad. Y se interesaba por el pájaro carpintero y su acerado pico).
Alguna vez, en Colombia, la paloma de la paz le dejó su condición de tal a la guacamaya a ver si así nos funciona el proceso de reconciliación. Pues bien: si la guacamaya también tira la toalla ante la imposibilidad de que nos entendamos por las buenas, propondré la candidatura del pájaro mayo como nuevo logotipo de la paz.
De niño atrapé un arrogante y esbelto mayo en mi jaula. Al verse privado de su libertad, casi se suicida en su espléndida primavera golpeándose contra los barrotes de la pequeña jaula. Volé a dejarlo libre. De allí mi candidatura.
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa, digo hoy en recuerdo de los pájaros que hoy no son. Y por los que tienen sus días contados ante la eficiencia de tiradores de nuevo cuño que apuntan desde la sombra “con el sigilo de los criminales”.
Que vengan mejores días para los pájaros que, según el poema de Rogelio Echavarría, “no olvidan nunca su canción”, “no inventan nuevos picos para el amor”, “no se enferman ni amanecen enguayabados”, “nunca se quejan de su fragilidad…”.
Con el perdón de los pájaros, me abro del parche. (Líneas pasadas por latonería y pintura). (Opinión).
Pie de Foto: La paloma de la paz de Claudia Acosta Domínguez, tiísima de Elena.

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