15 octubre, 2025

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

¿Cómo dice que se llama?

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Carlos Gustavo Alvarez

Por Carlos Gustavo Álvarez 

Siempre me ha gustado mi nombre. Es más: si alguien me planteara la hipotética situación de desandar mis pasos, y tuviera que responder qué cambiaría, haría de nuevo o jamás repetiría en mi vida reciclada, el individuo redivivo, en todo caso, volvería a llamarse Carlos Gustavo. 

No tiene, por supuesto, esta declaración, la altanería de convertirse en un deliquio de vanidad y mucho menos el propósito de zambullirme en el egotismo. Es una reflexión pertinente que carteo a los lectores para que cada uno reflexione lo suyo, en un país que admite los cambios de nombre y que ha tenido que pellizcarse para que los padres no bauticen a sus criaturas con onomásticos de disparate, ni distingan a sus párvulos con mezcolanzas pertenecientes a una serie de televisión, un medicamento o una marca de carro, muchas de ellas, valga la pena decirlo, absurdas, pero casi todas increíblemente originales. 

Hace pocos días murió en la capital de Antioquia un hincha del Deportivo Independiente Medellín más furibundo y fiel que el poeta Darío Jaramillo Agudelo (a quien, por cierto, me alegró encontrar como único colombiano, en una composición fotográfica del Instituto Cervantes de Madrid, dedicada a los que han donado algo de su material literario a esta notable institución cultural). El hombre, conocido como “Caretorta”, agitador de una monumental bandera, durante 60 años y en todos los partidos de “El poderoso”, había refrendado su apelativo invencible y cambiado su nombre por el del conjunto rojo y azul. Quien llegó a una Registraduría Civil de Medellín firmando como Jesús Alpidio Palacios, dejó este mundo a los 77 años convertido en Caretorta DIM Palacios. 

No es un caso insular. Hace pocos días El Tiempo, en una visita a la Registraduría Nacional, escarbó en la lista de los nombres más exóticos del país con los que se fichó a niñas y niños en 2023 (apareció Messi Andrés, que pronto jugará un partido con el eliminado Millos David, lejos ambos en la tabla de Johendriliannis Reinnibeth, Rhiannis Yeilimar Dislexis y la famosa Burgundófora Cancionila, todos los cuales pueden firmar en el equipo de un logopeda). En esa historia se ha metido de cabeza Daniel Samper Pizano, que, además, escribió el prólogo para el libro “¿Cómo dice que se llama?”, de José Roberto y Rosita Cadavid, hijos del inolvidable Argos (Roberto Cadavid Misas), que coleccionó esos nombres insólitos que iban llegando en masa a las notarías del país y aparecían ilegibles e indescifrables en la rigidez alfabética de los directorios telefónicos. 

La lista del libro es larga, pero les suelto algunos de los que citaron estos quijotes de la onomástica: Alumbramiento Feliz, Placentino, Maternidad, Concepcionada, ¡Por fin Bienvenido Carajo!, Bella Infancia, Calendario, Miniñito, Chiquitín, Elpuber y Gemelito. Y podría decirse que quienes determinaron que sus hijos vivieran “sin tocayo” lo hicieron de corazón, pues, a mi juicio, los nombres citados reflejan manifestaciones de inmenso cariño por los neonatos o de satisfacción exultante por la culminación de entreverados procesos de gestación. 

Samper Pizano convierte en prólogo de la nominal pesquisa fecunda tres de los artículos que ha escrito sobre el tema y que aparecieron en el añorado “Postre de Notas”. En “¿Dónde se metió Erialeth?”, quien fuera mi sensei y prologara mi antología de columnas de prensa titulada “Tome pa’ que lleve el libro”, reflexiona así sobre esta dimensión reconocida: “De pura verdad: se está cometiendo un cataclismo con los onomásticos colombianos. Influidos por la televisión y la prensa, mis compatriotas se han dedicado a nombrar a sus hijos y nietos con una ensalada de inventos angloides, nombres extranjeros mal copiados, ensamblajes de letras de apariencia foránea (X, Y, W, H intermedia, K) e insólitos homenajes a figuras efímeras de reinados de belleza y el mundo del deporte”. 

Para la muestra un botoncito dedicado a las nenas, con los comentarios del autor: “Disnei Yukilena, Divanilsen, Dulzaina (como llamarse oboe o violín), Emileidy (por una letra no es un depilador femenino: Epilady), Enerieth, Erialeth, Esnerancid, Excenelid (estoy seguro de que se vende en farmacias), Farewel (como llamarse Hasta Luego Smith), Farvielly, Frani Yesenia, Freixenet (marca de una champaña)”. 

La publicación de dos notas desató un maremágnum de colaboraciones y envíos nacionales e internacionales sobre esta cosmología de nombres descunchiflados, que permitió conocer que eso de bautizar a la guachapanda no es solo manía colombiana. En todo caso, y para terminar el acápite, de la guía telefónica de Circasia y Quimbaya salieron estas perlas paisas: “Estaurógilo, Luftansia, Eresvey, Lanróber, Olsmóbil, Númberg, Volvaguen, Marienórbita”. Luego de leer esa lista, uno quisiera conocer, para felicitarlos efusivamente por la suerte que tuvieron en el baptisterio, a los que nominaron alguna vez como “6 Martínez Medina” y “Batman Roberto”. 

Hay prevenciones legales para que la gente no bautice a sus hijos con nombres como Judas, Belcebú, Nutella, Satanás, Híbrido y Warnerbro. Y los nombres punteros en los registros del país siguen siendo María y Juan. Les siguen Jesús, Gabriel, Mateo, Abel y Miguel, el más usado en nombres compuestos. Isabel es líder en esa categoría para los nombres femeninos, seguido de Sara, Raquel y Magdalena. El santoral y las menciones bíblicas son custodios en la pila bautismal y hay muchos Pedro, Pablo, Lázaro, Adán, Zacarías, Aaron y Jonás (nada más merecido para este profeta desobediente, que se metió a estudiar las ballenas tanto o más que el buen doctor Jorge Reynolds). 

Cuando yo nací, y el siglo XX avanzaba orondo por la segunda parte, era igual. La gente bautizaba a sus hijos con nombres de santos, profetas, apóstoles o mártires (ver santoral católico, en el que hay varias dedicatorias diarias, durante todo el año). Como estos son variados e imprevisibles –ya que antes también se usaba la sopa de letras y a las criaturas les caían los nombres como jugando al tute–, había Pancracios (por el santo del dinero); para llamadas a distancia, Telémacos y Telésforos; Canutos, Crispinos y Deogracias, y para homenajear abreviadamente a los niños Justo y Pastor, que nos encontramos en Alcalá de Henares, de la mano del Cardenal Cisneros, pues tenga y llámese Justopastor. En la Gran Antioquia había una preferencia por nombres griegos y latinos, que nos llevó a la existencia de tantos Demóstenes, Titos Livios, Hermógenes, Sócrates y Aristóteles, y varios Olimpos, que dejaban los ámbitos terrenales y se adentraban en lares mitológicos. 

Insisto, nos fue bien. En el pueblo español de Huerta del Rey practican la costumbre de bautizar crías y críos con algún nombre extraído del santoral cotidiano. Y así quedaron, con el permiso de Dios y la agüita del cura, los siguientes habitantes registrados en el Ayuntamiento: Restituta, Virísima, Dulcardo, Cristeta, Canuta, Baraquisio, Anisia, Quiteria, Onesíforo, Cancionila, Hierónides, Lupicinio, Sinforosa, Dioscórides y Fredesvinda.  

Porqué me bautizaron “Gustavo” no tiene vuelta de hoja: era el nombre único de mi padre (cuyo segundo apellido, Maya, encontré homenajeado en Granada, en la estatua de un saleroso bailaor y coreógrafo llamado Mario y olé). La respuesta a por qué me chantaron el “Carlos” se perdió en la noche de los tiempos y todo parece indicar que allí se va a quedar, desaparecidos madre, padre, abuela y todos los adultos responsables que pudieron tener injerencia en el asunto. 

Si de tocayos se trata, tengo uno que me enorgullece, de apellido Jung, y otro que nadie me ha presentado pero que es muy importante como Rey de Suecia, y que afortunadamente abrevió su nombre para que yo pudiera hacer esta mención tan nice, pues, en realidad, se llama Carl Gustaf Folke Hubertus Bernadotte. 

De los tocayos parciales, es decir, Carlos o Gustavo, me permito mencionar a quien tiene uno de mis apellidos y la letra inicial del otro, y cuyos libros firmo con mucho gusto a los despistados, que no es otro que mi gran amigo Gustavo Álvarez Gardeazábal. En el parque de María Luisa, ahí, al lado de esa floritura que es la Plaza de España, en Sevilla, encontré, amparado bajo la sombra de un árbol copioso, un monumento al semi tocayo Gustavo Adolfo Bécquer, al que, por lo menos mientras estuve mirando al poeta, no volvieron las oscuras golondrinas. 

Termina este viaje alrededor del nombre con un agradecimiento muy especial a mi mamá y a mi papá, y al cura que les siguió la cuerda en la Iglesia de La Porciúncula –abajo de donde quedaba el “Tout va bien” o “tubabián”, como le decían los cachacos, epicentro de primeros noviazgos y santuario de baile y empanadas, en la Avenida Chile–, por haberme bautizado y registrado así, acción religiosa y notarial en la que tenían toda la potestad para ponerle a un desabrigado bebé como les diera la gana. 

Pero como escribió Daniel –el del “Postre de Notas”, no el que zamparon en el foso de los leones y al que fue a alimentar el profeta Habacuc–, refiriéndose a los nombres que coparon la fronda de este artículo: “La libertad de los padres no puede llegar hasta el punto de descargar sobre sus vástagos semejantes gracias. Una cosa es nombrar un hijo, y otra es la afición a jugar con letras y palabras: que saquen crucigramas, hombre, o que aprendan Boggle, pero que no conspiren contra los indefensos muchachitos”.