Por Carlos Gustavo Álvarez
“En realidad no quiero moverme de aquí hasta no terminar, en mayo, “Cien años de soledad”, para entrarle enseguida a “El otoño del patriarca”. Como si eso no fuera bastante, tengo ya anotados unos cien cuentos muy cortos, muy sencillos, muy cosmopolitas, que quiero empezar a trabajar cuanto antes. Esta literatura es una mierda: te abandona cinco años y después te atropella, exigiéndote cosas que están por encima de las posibilidades por cuestiones de tiempo”.
Es el 25 de diciembre de 1965. Y desde México, donde está radicado en la compañía salvífica de Mercedes Barcha, su esposa, Gabriel García Márquez fecha la carta en la que le escribe a Carlos Fuentes este reporte, esta noticia de su conmoción literaria. Las condiciones económicas de quien gesta el que será uno de los libros más importantes de la historia remiten a la precariedad.
En otro párrafo de la comunicación le había informado que la novela iba avanzando a paso de tortuga, “pues he tenido que cederle media jornada a las necesidades cotidianas y algunos proyectos de cine para comer el próximo año”.
Esa correspondencia señera entre los dos escritores, que junto con Mario Vargas Llosa y Julio Cortázar formaron el llamado “boom” que le torció el cuello a la literatura latinoamericana –enormemente significativa para rastrear otra cara del poliedro que conforma la obra magna del colombiano–, había comenzado un mes y seis días atrás.
Gabriel (por el papá) José (el carpintero, patrono de Aracataca, y porque era su mes) de la Concordia (que olvidaron poner en el acta del bautismo) García Márquez –-y que en realidad debió llamarse Olegario, porque ese era el santo del domingo seis de marzo de 1927–, a la sazón un año y unos meses mayor que Fuentes, llevaba cerca de cuatro años viviendo en México, donde se habían conocido. El escritor de Aracataca había publicado “La hojarasca”, “El coronel no tiene quien le escriba” y “La mala hora” y los cuentos de “Los funerales de la Mamá Grande”.
No tenía el bombo de sus tres colegas. Cortázar ya lucía los alamares de esa historia soberbia y catedralicia en la altivez de la innovación llamada “Rayuela”. Vargas Llosa concitaba lectores con “La ciudad y los perros” y cocinaba “La casa verde”, que aparecería en 1966. Y Fuentes, nacido en Panamá, pero arropado y cubierto por México, hijo de diplomático, hombre polifacético y a todas luces, el de mejor condición económica de todos, ya tenía rodando por el mundo “La región más trasparente” (publicada a sus 30 años), “Las buenas consciencias”, la obra magistral llamada “La muerte de Artemio Cruz” y la enigmática y resplandeciente “Aura”.
Gabriel García Márquez tenía 38 años. Y estaba escribiendo “Cien años de soledad” entre la vida y la muerte, jugando escarceos con el cine y la publicidad para ganar unos pesos, mientras su esposa saltaba matones y escalaba montes de piedad para sostener un hogar donde campeaban dos niños, que eran básicamente sendas bocas que alimentar: Rodrigo, de seis años, y Gonzalo, de tres años.
“Trabajo como un burro –le cuenta García Márquez a Fuentes el 17 de febrero de 1966–. La novela avanza, pero se hace cada vez más larga”. Le ha enviado tres capítulos, la cronología y “la selva” genealógica de la familia Buendía al escritor chileno Luis Haars, a quien se atribuye bautizar de fama a los cuatro escritores con la marca de “boom”. Le ha solicitado a su agente literaria Carmen Balcells, que fue como el hada madrina del grupo, que le ofrezca “Cien años de soledad” a la reconocida editorial norteamericana Harper & Row, sin pedirles anticipo. Otro gallo cantará cuando la conozcan terminada…
El 21 de mayo de 1966 le vuelve a escribir a Carlos Fuentes. Lo han llenado de alborozo, así lo manifiesta, las loas que el mexicano le ha erigido al leer las primeras 70 cuartillas de “Cien años de soledad”. Fuentes le había escrito: “Son magistrales, y el que diga o insinúe lo contrario es un hijo de la chingada… Me desprendí a duras penas de tus hojas y se las mandé al cuate de Sudamericana, como me indicó Haars”.
Pero quien sería el Premio Nobel de 1982 estaba en la inmunda, como dicen las señoras. “Me pregunto si no estaré chapaleando en un pantano de mierda –le contesta García Márquez–. Es lógico: nunca he trabajado tan solo, no tengo puntos de referencia, salvo quizás a veces Rabelais, y sufro como un condenado no solo tratando de meter en cintura a la retórica, sino buscando a cada paso los límites y las leyes de la arbitrariedad, tratando de sorprender la poesía en un momento de descuido –y no en plena efervescencia como la buscan los poetas–, y peleándome, en fin, para que vuelvan a tener sentido las palabras, que de tanto ser mal usadas ya no significan nada”.
Le faltan como cuatrocientas páginas. Y por estar en esas, no le para bolas al pan de cada día. La familia está viviendo de milagro puro. Lo tientan para que haga guiones y se gane unos pesos. Y, sin embargo, ya nada le sabe a nada, “solo la novela, y no soy capaz de escribir una letra que no sea para ella”. Padece lo que es ser un escritor pobre en un mundo cabrón.
Solo que la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, como cantaría Rubén Blades. El 30 de julio de 1966, dos meses después, García Márquez le suelta a Fuentes una bomba inverosímil: ha terminado “Cien años de soledad”. Esperanza Araiza, conocida como “Pera”, mecanografía los primeros capítulos y él se aplica a pulir los últimos. Necesita saber algunas cosas, nada más: cuáles eran los métodos medievales para matar cucarachas, cuánto pesaban 7.214 doblones de a cuatro, hallar a alguien que le traduzca un diálogo al papiamento, “y unas veinte exquisiteces más, pero ya estoy del otro lado”.
“Cien años de soledad” se amasa en 550 cuartillas. “Siento que me quedó mejor de lo que yo esperaba”, escribe a Fuentes. El próximo mes la mandará a Editorial Sudamericana, en Buenos Aires. El editor y traductor literario español de nacionalidad argentina Francisco Porrúa Fernández, más conocido como “Paco”, director literario de Sudamericana, que publicó “Rayuela”, hágame el favor, tenía puestos los ojos en “Cien años de soledad”. La iba a lanzar en Buenos Aires como “el libro del año”. Gabriel García Márquez escribe: “Tiemblo de miedo y espero a ver qué pasa”.
Frente a ese universo de desbordadas y líricas expectativas, la situación económica familiar es una catástrofe. “Hemos pasado ocho meses muy duros, estamos en la ruina y cargados de deudas que tengo qué pagar de aquí a diciembre para empezar el otro libro (“El otoño del patriarca”) en enero”, le escribe a Fuentes. Le insiste en que toda la vida ha trabajado como un burro para ganar dinero, “y no he podido aprender a arreglármelas para escribir mis libros, que a partir de este momento es lo único que me interesa”. Remata aseverando que los temas que vagan por su cabeza como fantasmas del insomnio corren el riesgo de pudrirse en una agencia de publicidad. “Y yo aquí encerrado, sin tener con quién hablar, con estos cabrones Buendías que me han costado media vida”.
Con las noticias recientes que también a la Inteligencia Artificial le parece que “Cien años de soledad” es uno de los diez mejores libros de la historia y que los días están contados para que la serie se estrene en Netflix, viene a cuento esta copiosa memoria postal que aparece en el libro “Las cartas del boom” (Alfaguara, 2023), cuya lectura recomiendo con la mano en el pecho. Quienes fueran los mejores amigos de entonces, García Márquez y Vargas Llosa, se separaron ideológicamente en el marco del IV Congreso Hispanoamericano de Narrativa, realizado en Cali del 14 al 17 de agosto de 1974 con la presencia del peruano y gracias al perrenque de Gustavo Álvarez Gardeazábal. La amistad se eclipsaría para siempre dos años después en un teatro mexicano, con un puño de Vargas Llosa y un fotografiado ojo cárdeno de Gabo.
Otros libros, como “Tras las claves de Melquíades”, de Eligio García Márquez, y “No moriré del todo. Gabriel García Márquez”, de Conrado Zuluaga (Luna Libros) han contado el viacrucis de parto de la novela, hasta su alumbramiento en Buenos Aires, el 5 de junio de 1967. La remesa con las cuartillas mecanografiadas había llegado a la capital argentina dividida en dos envíos, pues no les alcanzaba la plata para pagar el peso completo y tuvieron que empeñar lo poco que quedaba en la casa. Es famosa la frase de Mercedes, a quien, según García Márquez, esa fidelidad ímproba al talento de su esposo le había costado una úlcera gástrica: “Ahora lo único que falta es que esta novela sea mala”.
El recuento hecho aquí es un vistazo de vértigo al oficio de escribir, que ahora le quemaba los dedos a García Márquez al pensar en la novela del dictador. No estaba dispuesto a escribirla en las condiciones azarosas de su obra maestra. El éxito colosal y pecuniario ya asomaba en lontananza –firmaría el contrato con la editorial argentina el 10 de septiembre de 1966: una vez publicada, la novela alcanzaría ocho ediciones en 14 meses–, rondaban los ángeles de los anticipos (en adelanto van estos 500 dólares) y por primera vez en esa época de crudeza, podía abrigar la esperanza que Carmen Balcells le guardara todo el dinero en Barcelona y no tener que volver a vivir esa angustia terminal.
Y seguir escribiendo…
Escribir para no morir.
“¡Lo que quiero es escribir, carajo! –le había manifestado a Fuentes–. Fíjate que los últimos días de “Cien años de Soledad” empecé a hacerme el pendejo, y quería seguir escribiéndola toda la vida, en cien tomos, para no tener que enfrentarme otra vez a la pinche realidad cotidiana”.
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