29 marzo, 2024

Primicias de la política, empresariales y de la farandula

Apagar el hambre

carlos alberto

Por Carlos Alberto Ospina M. 

Delante de los ojos de muchos desfilan historias llenas de dolor, angustias, derrotas cotidianas e insatisfacción. Relatos de chanclas despedazadas, de senderos improvisados y de casuchas atadas a frágiles barrancos. Narraciones de gente sin bienes materiales ni provisión segura que, a pesar de las dificultades, creen que el estado de cosas puede cambiar con esfuerzo y trabajo duro. Estos personajes no se resignan a esperar la ayuda del gobierno o a despotricar de la buena voluntad de un tercero. Más bien se rompen el lomo por y para los suyos.  

Cualquier sobrenombre, los identifica: Helga, Wilfredo, Pacho el de las papas, Doña María, Toño, Eloísa, Humberto, Rosita La Peluda y el tostado Serafín. La una innova obleas de seis pisos a favor de la diabetes y el otro, remplaza suelas de zapatos contiguo al señor de las palomitas de maíz. Ellos tienen una especie de gen especial que consiste en sonreír a manera de resistir los múltiples aprietos. 

Cada localidad goza de una melodía y un sabor particular, un olor a aceite requemado, a pan recién horneado, a tierra de capote; a sonidos estridentes que anuncian el “verdadero tamal de Santa Elena”, “doce plátanos maduros por $2.000”, “sí hay piña, aguacate, limones y chontaduro para que a marido se lo ponga…”; en suma, una lúdica verbal improvisada que, a veces perturba, y en varias ocasiones, provoca sonrisas cómplices gracias a la infinita recursividad. “Si no le gusta, le devuelvo su plata. Y se le devuelvo la plata es porque le di papaya”. Con el vendedor callejero el derecho al retracto se aplica sin discusión y a satisfacción del cliente. Nada que ver con el engorroso papeleo respecto de las grandes superficiales para tramitar la garantía o la devolución. 

El barullo caracteriza esa expresión cultural del rebusque. Las personas que invaden el espacio público, no conocen de incapacidad médica por enfermedad y empeñan la olla de arroz con el fin de amortizar los intereses de abuso, no de usura, a los hampones del siniestro ‘pagadiario’ o ‘gota a gota’. Los voceadores, en dos metros cuadrados, logran exhibir centenares de referencias y saben al dedillo; el inventario, la talla y el tipo de protector para el último modelo de celular.  

Al lado, los narcotraficantes y los lavadores dinero ponen en el mercado toneladas de mercancías de contrabando y productos comprados a un mayor costo, pero entregados a los vendedores ambulantes a precio de huevo; quizá, de por ahí vienen los mil ochocientos pesos de la tortilla al estilo Carrasquilla. Lo cierto es que el tema social se salió de madre y no hay forma de restablecer el control territorial; al contrario, es ejercido por la delincuencia organizada que aprovecha la necesidad de subsistencia de millones de individuos involucrados en la economía informal. 

Algunos son conscientes que hacen parte de un entorno ilegal y por eso, conformes con ese estilo de vida, desafían a las instituciones. No obstante, la mayoría de los minoristas apagan el hambre de sus familias y vuelven a buscar el pan de cada día con el mismo tesón y el entusiasmo que, sorprende, a tanto desprevenido.  

Sinnúmero comerciantes y abarroteros de oficio perdieron sus negocios a manos de las distintas bandas del Valle de Aburrá. Primero, fue la extorsión y a continuación, el desplazamiento forzado para apoderarse de la distribución y el monopolio de frutas, verduras, arepas y demás artículos de primera necesidad. En diferentes municipios del país, la masa no compra dónde quiere y puede, sino en los locales determinados por los malandrines.  

La jornada comienza a las 4 a.m. enfrente de las bodegas legales y clandestinas, junto a disimulados camiones y en presencia de inseparables testaferros. El vendedor informal atiborra la ‘mototaxi’, el Renault 4 destartalado o el viejo carruaje, con este último inicia el recorrido de 30 a 40 kilómetros. En el mejor de los casos consigue un punto estacionario prohibido que es “administrado” por el ignorado grupo de malhechores. En seguida pasa el “hombre de la libreta” a llevarse el escaso producido y a dejar desocupados los bolsillos de hombres y mujeres que, a diario, se destrozan el cuello por llevar la comida a sus casas. 

“La culpa no es del gobierno. Mire, somos una sociedad sucia, corrupta. A nadie le robo. Compro y vendo lo que puedo. Y esos tipos, todos los días, me roban más de lo que hago. Me dicen que al menos me prestan plata. ¿Me prestan?, yo digo que me quitan. Dos veces me han cascado. Mire, no tengo dientes y esta mano no me sirve pa´nada. El gobierno me da el Sisben, mis hijos estudian gratis y ahora, tengo un subsidio para vivienda. ¡Ah!, señor periodista, y no pago impuestos. Yo le digo a mi familia que somos una manada de malagradecidos que, en lugar de quejarnos, rebuscársela con más berraquera, sea por una libra de panela, un pedazo de salchichón pa’ seis y una arepa fría. Matamos el hambre honestamente”, expuso Wilfredo, el carretillero que una madrugada tuvo que abandonar Murindó con su esposa embarazada, un niño de 14 meses y dos adolescentes. Al negro, así le gusta que lo llamen, la guerrilla masacró a sus padres y a sus cinco hermanos, por dos racimos de plátanos y un pescado. 

“Oiga, seño, aunque no tenga qué comer, nunca seré tan malo como los que ahora, dizque, son congresistas. Yo le digo a mis hijos que estudien y trabajen pa’ que nunca se vuelvan políticos. Usted sabe…” Con un guiño y una risita irónica siguió su camino el negro Wilfredo. 

Sin dilación arrumará su carreta contra la pared de madera y tapará con un plástico roto, unos pocos víveres: dos mandarinas, un manojo de cilantro, un puñado de papa criolla y un gajo de cebolla de rama. Adela, su mujer, le dirá: “Mijo, sé que le fue bien, porque está aquí para quitarnos el hambre”. 

Enfoque crítico – pie de página. La escasez de alimentos básicos no está en directa relación con la capacidad de superación, la integridad y la nobleza de ánimo.