
Por Carlos Gustavo Álvarez
Murió el que fuera en su época victoriosa del cine el hombre más guapo del mundo, quien según el presidente Emmanuel Macron “más que una estrella, era un monumento francés”, como un Arco del Triunfo o una Torre Eifeel, pero con los defectos humanos, del que un actor emparentado con la realeza de Mónaco dijo: “ni siquiera es sexy, ni masculino ni femenino: es de una belleza infernal”.
Murió al que definieron como “la mayor contribución de Europa a la belleza universal después del David de Miguel Ángel”.
Murió “El último samurái”, que así titularon al unísono las páginas especiales que le dedicaron “Le Figaro” y “Le Parisien”.
Murió Alain Delon. Tenía 88 años. Tres hijos reconocidos de dos de sus esposas y uno negado que pasó la vida paseándose por el mundo como si hubiera sido calcado de su padre y sucumbió sin atención, concebido con la estrella alemana Nico, mientras su pareja era la gran actriz Romy Schneider –una relación de amor total entre 1958 y 1963, “el primero, el más fuerte, pero también, desgraciadamente, el más triste”. Sus películas, 90, filmadas continuamente entre 1957 y 2008, atrajeron a un total de 134 millones de espectadores, aunque muchos de sus proyectos cinematográficos tuvieran el estigma del fracaso, entre ellos, el de posicionarse en el cine norteamericano.
Decían que era la versión masculina de Brigitte Bardot, su gran amiga, un año mayor que él, a la que conoció en 1958 y con la que coincidió artísticamente por primera vez en 1961, en una película emblemáticamente llamada “Los amores célebres”.
Murió Alain Delon en su mansión de Douchy (Loiret). “Alain, Anouchka, Anthony, así como Loubou (su perro) tienen la inmensa tristeza de anunciar la partida de su padre”. Pidió que no lo llevaran al Cementerio del Père Lachaise, ni a Montmartre ni a Montparnasse, que los políticos no aparecieran para no convertir sus funerales en deshonras fúnebres. Que solo lo dejaran descansar en el camposanto de sus animales, en medio de la memoria de sus numerosos perros enterrados en su casa en Suiza.
Murió Alain Delon. Odiado por su carácter explosivo, aunque muchos sabían que al apagarse la candelilla de su ánimo irascible (“¿Quién no le ha pegado alguna vez a su mujer?”, dijo este tipo), solo quedara el hálito de un niño tierno, prácticamente huérfano que trasegó en la violencia, echado de 12 colegios religiosos y 14 internados, reprobado hasta por la Marina de su país luego de cuatro años de pesadilla en Indochina. Y que encontró la redención a ser bueno para nada cuando lo descubrió la actriz Brigitte Auber, durmiendo en la plaza de Saint Germain y enrolado con la peor ralea delincuencial del lugar. Asombrada por su buena apariencia, la turbadora mirada de sus ojos azules, lo llevó a su casa, lo enfiló en el aprendizaje de modales y lo enteró de la urbanidad. Y le prohibió pasar el día cargando el aire de maldiciones y palabras soeces y vejando a la humanidad. A cambio, lavar los platos, tender las camas… Viaja con ella al Festival Internacional de Cannes y… ¡voilá Alain Delon!
Pero en él, actor autodidacta, disciplinado y estricto, se confirma que el éxito y la tragedia están separados por una invisible y permeable lámina, el mismo velo alcanforado que deslinda el bien del mal, el amor del odio, el recuerdo constante del olvido feroz. Brigitte Bardot dijo que él era “esa águila de dos cabezas, el ying y el yang, lo mejor y lo peor, lo que te vuelve a la vez inaccesible y tan cercano, frío e incandescente”.
La tragedia comienza en un hogar disgregado, donde su madre y su padre verídicos se separan sin dejar la remembranza de un abrazo, de una palabra de amor, de un signo de ternura. Y luego, ir de acá para allá cuando ambos se vuelvan a casar y la familia se plaga y se vicia con el sufijo “astro”, la terminación perversa de los cuentos de hadas –padrastro, madrasta, hermanastro, hermanastra–, y quede para siempre el niño interior herido, rechazado y abandonado, al que zahieren las palabras de desprecio y las actitudes de escarnio.
No le fue bien tampoco a Alain con sus hijos. El mayor Anthony lo describía en un patibulario libro autobiográfico como un ser “machista, xenófobo y violento, coleccionista de armas, fetichista, presto a humillar a sus hijos y a numerosas mujeres con fría ferocidad”. Anthony, que fue a la cárcel por robar vehículos y por tenencia ilícita de armas. El mismo Anthony que bajo la dirección de Francesco Rossi filmó en Colombia “Crónica de una muerte anunciada”, que no era otra que la de su personaje, el angelical Santiago Nasar.
Y qué decir del menor, Alain-Fabien, que crucificó a su padre en declaraciones para la revista Vanity Fair: «no me enseñó a amar, quizás he aprendido a querer al saber lo que es no ser querido. Mi padre estaba seguro de que iba a ser un criminal el resto de mi vida e iba a acabar en la cárcel como mi hermano, Anthony». Y acabó. Cinco meses de guandoca al verse envuelto en un tiroteo que dejó a una muchacha herida de gravedad.
Alain Delon se solazaba en Anouchka, la menor. Ella entrega a su padre la Palma de Oro honoraria en el Festival de Cannes, en 2019. Mal año. El actor sufre un accidente cerebro – vascular. Otro. Tiene que aprender todo de nuevo como los habitantes de Macondo después de la peste del olvido, volver a ser, instalarse en sí mismo. Lo cual, por otra parte, era su forma de definir la actuación. Pues meterse en un personaje de cine o de teatro era lo mismo que entrar en la cárcel de un carácter intruso, en la prisión de una personalidad ajena, de la cual era difícil casi letal salir, para volver a ser lo que el actor era, lo que sea que fuera…
Pero, sobre todo, con las secuelas del ictus a cuestas, tiene que abocarse al Fénix de las malas relaciones con sus hijos y entre ellos, que renace maldito para desgracia de todos. La desavenencia familiar se hace pública. Delon tiene problemas cardiovasculares. Y esas tristezas acumuladas… El presunto suicidio de Romy Schneider, la muerte de Mireille Darc, el gran amor, el largo amor de su vida, la desaparición reciente de Nathalie Delon.
Y llega al colmo de ver que sus hijos de 58, 32 y 29 años ya vienen tramando la guerra por su riqueza, el Armagedón por sus bienes. A los 87 años pone a la venta todo su patrimonio, valorado en 275 millones de dólares. Somete a la puja en la prestigiosa casa de subastas Bonhams Cornette de Saint Cyr, en París, su colección de arte llamada “60 años de pasión”, con cuadros de Degas y Delacroix, y un balance final de 8 millones de euros en ventas. Ni para Dios ni para sus santos.
Despide a su amigo del alma, su compinche de películas, Jean-Paul Belmondo, con quien hace pareja en la inolvidable “Borsalino”, sin dejar de tener una fraternidad de tire y afloje.
Y comienza a pensar en la despedida. “Estoy a favor de la muerte digna –-expresa en una entrevista postrera–. Primero porque vivo en Suiza, donde la eutanasia es legal, y también porque creo que es lo más lógico y natural. Una persona tiene derecho a partir en paz, sin pasar por hospitales, inyecciones y demás. Envejecer apesta y no puedes hacer nada al respecto».
Ha llegado la desilusión de la vida. El desengaño de la humanidad. La información de la existencia se traslapa, entra en un mar de confusión. Se acabaron las certezas que albergó en sus congéneres. Y con ellas, las ganas de seguir. Piensa en la vida de “Loubou”, su compañero perro en los últimos años. Sus hijos lo incluyen en el comunicado porque es parte de la familia. En serio. A ese pastor belga malinois adoptado lo quería tanto, que pidió si fallecía, que le hicieran la eutanasia para no dejarlo solo: “Si muero antes que él, le pediré al veterinario que nos vayamos juntos. Le pondrá una inyección para que muera en mis brazos”
Siempre refirió lo que le había pasado con una perrita dóberman llamada “Gaia”, a la que amaba profundamente. Un día la regañó. Y ella solo lo miró con los ojos llenos de lágrimas. “Desde entonces lo entiendo todo. Desde entonces, mis perros siempre sonríen”, dijo.
Y qué decir de “Mambo”, como él lo llamó después. Un perro callejero. Un pinscher. Una pareja en la vecindad de Perpiñán le rocía gasolina. Le prende fuego. Sobrevive, pero chamuscado, el animalito. Delon se encarga de él.
“Toda mi vida está ahí, en las tumbas de mis perros”. La cifra varía entre 35 y 50 en las informaciones, pero no importa. Cada uno tiene su lápida y su nombre, algunos enterrados en parejas. Como su amiga Brigitte Bardot, se convirtió en un activista por los derechos de los animales. Llegó al extremo alguna vez de enviar un helicóptero para rescatar a un gatito al que habían arrancado una pata. Lo llevó a vivir con él.
Los animales, sus compañeros de vida inseparables. Aquellos que, tal vez, hablaban con su alma de niño. “Quiero que me entierren con mis perros. No me importa nada más, sólo quiero estar con ellos. Fueron los únicos que me quisieron incondicionalmente, siempre a mi lado, sin pedir nada a cambio”.
Y así, Alain Delon, el que murió, el famoso, bello y condenado, cielo e infierno en esta tierra, entendió cuál era su lugar para el descanso eterno, para encontrar un asomo del brillo de la luz perpetua, lejos de los humanos que lo maltrataron y a los que maltrató, porque “no hay amor más puro que el de un perro. Es un vínculo que va más allá de la vida. Quiero estar con ellos, porque con ellos he conocido el verdadero amor”.
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