
Por Carlos Gustavo Álvarez
¿Cuándo fue la última vez que escribiste una carta?
Y al preguntarlo me refiero no solamente al encuentro ceremonioso del lápiz y el papel, sino a todo el ritual de la correspondencia. Compraste una hoja especial, tal vez con dibujos o marcas de agua, sugerencias de figuras tiernas o bordes de floresta, y el encabezamiento sucedió a la fecha y al lugar desde donde escribías, con un “Querida” o tal vez “Amado…”, y allí, enseguida, el nombre de esa mujer (o ese hombre) en que se ensenaba tu pensamiento y a quien lanzaste tus palabras cargadas de sentimientos, copando, incluso, el anverso y el reverso de ese papel encantado.
Buscaste un sobre especial (tienes tantos años para recordar aquellos bordeados de marcas rojas y azules), y luego de sellarlo (lo pegaste bien, no ateniéndote solamente a la goma que traía y que se quedaba adherida en la lengua, para que no se saliera tu corazón, que eso era exactamente lo que allí guardabas). Y luego lo llevaste a un buzón o lo entregaste en una oficina, para librar tu carta al camino de la correspondencia, a los pasos de aquella magia que se llamaba “Correos”.
Pensaba en todo eso este domingo reciente de sol estival aquí en Madrid, cuando traspasaba la puerta del Palacio de Cibeles, ella la diosa griega de la Madre Tierra, que se establece imponente en su carruaje granítico desde la fuente que preside la plaza. Cuando el siglo XIX se partía en dos, y colapsaban por obsolescencia las oficinas de Correos y Telégrafos de la Puerta del Sol, el Estado español se lanzó a construir una oronda sede para los servicios postales y telegráficos.
En 1919, y luego de años de enjundia y trabajo terco para concretar las ideas de dos jóvenes arquitectos, Palacios y Otamendi, la sede de los servicios postales tenía la soberanía de un alcázar, la altanería de nobleza que corona las construcciones de Madrid. El Palacio de Cibeles es hoy la sede institucional del ayuntamiento de la capital y un espacio cultural en una de cuyas alas se recrea la historia que siguió la carta enamorada.
La llegada al correo en pacas encostaladas que recogían la masa del universo pictórico y exquisito de la filatelia, su clasificación minuciosa, su entrega a carteros uniformados que cabalgaban diligentes en bicicletas o motos primerizas, haciendo llegar las cartas a sus destinatarios o lanzándolas al abismo esperanzador de los buzones o a la privacidad de los apartados, para mantener así un ciclo interminable.
Pero, claro, estoy hablando de una carta de amor. De varias cartas de amor que dirigí a una mujer que no conocía, pero que me contestaba con epístolas de ensueño, en las que me hablaba de libros y palabras, me escanciaba poemas y señales de fantasía, las desgranaba en oraciones certeras y preciosas, me enamoraba, hasta que la única opción de vida fue viajar a conocerla, para que el comienzo de mi juventud no terminara con el fallecimiento de mi corazón.
No fue así la gestación del tráfago de las misivas, que ahora recreo en un bello e informado libro de Armando Petrucci titulado “Escribir cartas, una historia milenaria”. Si el origen de los alfabetos es el propósito de la contabilidad, el de las cartas tuvo mucho que ver con el mando, con la pulsión de transmitir órdenes, que trascendió al valse estilístico y romano de Marco Tulio Cicerón, un siglo antes de Cristo.
Cuando vi la extraña película “Napoleón”, de Ridley Scott, me asombró la compulsión con la que Bonaparte escribía a Josefina, una catarata de cartas suficientes para formar un volumen que tengo por ahí para leer algún día. Y las epístolas morales de Séneca a Lucilio, la correspondencia entre Simón Bolívar, que era un consumado escritor o dictador de cartas, y Manuela Sáenz, las poco conocidas “Cartas a Clara”, de Juan Rulfo, las cartas de Cortázar, de Kafka, de Rilke, de Vargas Llosa: las cartas y las cartas, todas las cartas. Miles de millones de cartas.
Hoy, ya no se habla de cartas. Ya no se escriben cartas. En abril se cumplieron 20 años de la invención de Gmail y el correo es electrónico. Las generaciones aupadas en las últimas letras del alfabeto han sido amamantadas con smartphones, mensajes crípticos y mutilados, emojis, acunadas en la imposibilidad de escribir un texto enhiesto y suficiente.
Son cosa del pasado aquellas oficinas de “Correos”, aunque en Madrid trajinan las camionetas amarillas y las estafetas azuladas de una empresa con rostro digital y servicios como el voto en línea. Hoy se comercian paquetes y encomiendas, entregados en un santiamén. Es solo reminiscencia una historia como esta del Palacio de Cibeles, del que ahora salgo maravillado por esa reconstrucción de cartas y de sobres en el universo de la correspondencia que fue la reina del siglo XIX, y en el que pensé esta nota de nostalgia, mientras me recibe tasajeándome el rostro un repentino viento, frío como la estación política que se avecina para España en la canícula del verano.
En la evocación de la despedida, con la imagen de esa muchacha que conocí en la ciudad que originaba las cartas, y que a pesar del desencuentro me permitió conservar el perfume de amor de sus palabras, recuerdo la emoción de saber que llegaban sus cartas.
Porque, como escribió Manuel Alejandro angelado de belleza musical, “A veces llegan cartas”.
Son cartas que te hablan de que, en la distancia, el amor se muere.
Más historias
“Colombia no elige emperadores ni mesías”
El de María Corina, un Nobel merecido
Crónica # 1226 del maestro Gardeazábal: Eurípides