En la tienda, al mismo tiempo, taladraba la emisora de música tropical, la transmisión televisiva del partido de fútbol, las aspas del estropeado ventilador y el rechinar de las neveras. Matilde, la mayor de 4 hermanas solteronas, hurgaba en el cuadernillo los números para jugar el chance. En seguida de mojarse los dedos y gastar saliva en balde, apuntó: “Mija, ¿Cuáles números son favoritos?” En tono mordaz, la vendedora, respondió: “Doña, los mismos de esta mañana… el 9, 7, 1, 4, 8, 0, 6, 3 y 2”. La señora miró con el rabo del ojo y a continuación le ordenó: “¡Hágame esos! El último número de primero y el día de nacimiento de su mamá en la mitad… ¡Ah! de a $50 pesos en todos los sorteos de hoy”. Después de 20 minutos, el desespero de unos compradores y la suma de la tirilla de 2 metros de largo, la cuenta ascendió a $4.450.
Nadie caía en la cuenta del sonido agónico y suplicante que, por repetido, también formaba parte del paisaje. Debajo de un aviso publicitario con varios rostros aguileños, reposaba una mujer desorientada, rota y sin rumbo. La joven de aspecto delgado, barbilla alargada, tez aterciopelada y cuerpo vencido, murmuraba, una y otra vez, “Qué desgracia, qué tristeza, qué rabia tan hijueputa”. De un momento a otro, sus ojos encendieron la ira reprimida, golpeó la mesa a manera de taponar, por y para siempre, los demonios que la oprimían. No obstante, apretó los dientes, con tal fuerza, que parecían metales afilados arrastrándose sobre vidrios.
La frase de cajón que “nada produce estupor ni espanto” se clavó en el centro de la persona alterada. Sin careta ni efímero maquillaje dejó rodar una lágrima que retumbó al golpear contra el suelo. En vano hizo el ademán de quitarse esa la humedad de la cara que, revelaba la escala de tiempo, de sus emociones marchitas. Con la punta del zapato refregó el afónico dolor.
Una confesión, entre dientes, de haber nacido no deseada, prendió el nivel de alerta temprana. El dilema interior, el estado de ánimo, la ansiedad constante de apretar las manos, el tono de voz, la mirada perdida o mejor, incrustada, en su voluntad estremecida, cacheteó al ajeno espectador.
“Deja que fluya como agua en medio de las rocas. Tal vez, llueva y así tendrá más fuerza, o quizá, se desvanezca dentro de la tierra.
Cuando vi bajar su lágrima improvisé esta frase que, ahora, le pertenece al aire que respiramos”.
Suavizó el repaso general y luego, dirigió la vista a mi boca. “¿Cómo se atreve a decirme algo bello? ¡Eso es más pecado que mi deseo de morir!” Sin dilación corrió la silla y me arrinconó contra su aliento.
“Siéntese, intruso, ¡no estúpido!, ángel sin alas, misterioso hombre de jean azul y camisa blanca. Lo vi cuando entró a la tienda y escuché su respuesta a la pregunta de ¿cómo estaba?: ‘Mejor imposible con peligro de contagio’ y pensé ¡qué farsante! ¿Quién puede estar bien en esta porquería de mundo?”.
Sus gélidas manos entumecieron las mías. Con cada sílaba sentía una especie de purificación espiritual de aquella mujer. No percibí peso alguno ni transferencia de impurezas. Sólo expresé compasión, confianza vital y sanidad.
“Por favor, señor, no me suelte”, me rogó besándome las manos. Estuve a punto de desmoronarme, porque trajo a la memoria, el último suspiro de amor de mi padre, antes de morir.
“¿Se tiene que ir?” Moví la cabeza de lado a lado sin modular palabra. Fui consciente de la necesidad imperiosa de escucharla en silencio para disminuir el riesgo de dar un paso en falso.
“En mi casa, en la oficina, en el Metro, en la calle y en esta tienda de barrio, yo gritaba ¡ayúdenme!, y nadie me paraba bolas. Llegué a especular que estaba muerta hace tiempo y que, era mi alma en pena, la que deambulaba”. A reglón seguido puso su mejilla encima de mi corazón, de pronto, fuera de sí, mojó la piel de mis sentidos.
Observé la tristeza de alguien desvalido, aprendí del error humano y entendí, una vez más, que los problemas de esquizofrenia, depresión y ansiedad conducen al suicidio.
Por eso, llevé a la joven mujer a su casa. De mañana, le pregunté: ¿Cómo estás? Ella me respondió: “Mejor imposible con peligro de contagio”. Entonces, sonreí y cerré los ojos para imaginar ese instante de felicidad. ¡Por hoy! Sigue viva.
Enfoque crítico –pie de página. “Cerca de 800.000 personas mueren por suicidio cada año, que es una persona cada 40 segundos… Hay indicios de que por cada adulto que murió por suicidio puede haber más de 20 personas intentando suicidarse”. (https://web-prod.who.int/publications-detail/suicide-in-the-world).
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