Por Eduardo Aristizábal Peláez
«Perece el justo, y no hay quien piense en ello; y los piadosos mueren, y no hay quien entienda que delante de la aflicción es quitado el justo.» — Isaías 57:1
La historia de Colombia demuestra que la tensión entre poder y palabra ha sido constante. Desde los albores de la República, la prensa nacional ha enfrentado censura, persecución y violencia, pero también ha encarnado la resistencia civil frente a la arbitrariedad.
En los años de la censura oficial (1949–1957), periódicos como El Espectador fueron clausurados y vigilados por el régimen de Laureano Gómez y la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla. Décadas más tarde, el asesinato de Guillermo Cano Isaza, director de El Espectador, perpetrado por sicarios del cartel de Medellín en 1986, se convirtió en símbolo de la violencia contra el periodismo y recordatorio de que silenciar al mensajero no borra la verdad.
La resistencia no ha sido exclusiva de los grandes diarios. Medios regionales e independientes, desde emisoras comunitarias hasta portales digitales, han mantenido viva la voz crítica en medio de amenazas y hostigamientos. La Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) ha documentado cómo, incluso en democracia, persisten las presiones políticas y económicas que buscan condicionar la independencia informativa.
No puede ignorarse que muchos políticos, en lugar de asumir con responsabilidad las críticas, han optado por desacreditar a los periodistas, acusarlos de parcialidad o reducirlos a enemigos. Esa actitud erosiona la confianza ciudadana y debilita la democracia. El poder que se incomoda con la verdad y ataca al mensajero revela su fragilidad y su incapacidad de responder con argumentos.
Matar al mensajero no cambia la verdad. La desaparición de voces críticas, el silenciamiento de reporteros o la estigmatización de medios no borran los hechos que narran. Al contrario, los hace más evidentes y urgentes.
En Colombia, donde la prensa independiente que trabaja para la sociedad, no para los empresarios, ha sido faro en medio de la violencia y garante de la memoria; atacar al mensajero es atacar la democracia misma. La libertad de expresión no es un privilegio de los periodistas, sino un derecho de toda la ciudadanía a estar informada. Defenderla es defender la posibilidad de construir un país más justo y transparente.
La verdad permanece. Los mensajeros, aunque caigan, trascienden en la memoria nacional. Y la prensa colombiana, con su legado de resistencia y dignidad, seguirá recordándonos que silenciar la voz no borra la realidad.


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