Por Oscar Domínguez G.
Un buen día, como las actrices del cine mudo, Virginia Vallejo salió de circulación y penetró en la leyenda, asilada detrás de unas gafas oscuras como para huir de su biografía. Se había quedado sin trabajo y se dedicó a vender artículos de aseo, una de sus obsesiones.
Luego reapareció en escena para coincidir con “Popeye” en que el exministro Alberto Santofimio tuvo acciones en el asesinato de Luis Carlos Galán ordenado por su amante Pablo Escobar. La confesión de ese amor con Escobar nos decepcionó a sus fans y compañeros de nómina. (A Popeye era fácil encontrárselo en los centros comerciales de Medellín. Se me devolvía hasta el primero tetero cuando lo veía. De una me abría del parche).
Finalmente, la VV criolla, excelente conversadora, coleccionista de joyas finas, compradas por ellas en su mayoría, otras regaladas por amantes solícitos, cogió uno de los sombreros de su colección de diva de los setenta, y se largó. Sus nexos con los narcos la obligaron a asilarse en Miami, una ciudad que sale con sus frágiles carnitas y huesitos)
La Vallejo nació para ser fugaz patito feo primero y churro eterno después. En ella, belleza e inteligencia fueron siempre de la mano. En su colegio era de las nerds o estudiosas empedernidas. Valentino era su sastre de cabecera.
Más bien escasa de carnes, de hermosa cara, era capaz de amar en español, soñar y olvidar en francés, pensar y desamar en inglés, sus tres idiomas.
Si bien sus piernas no emularon con las de Marlene Dietrich, fueron muchas las medias que vendió luciendo sus extremidades. También como modelo vendió millones de toallas higiénicas. Ese comercial fue el mejor pagado de la época.
Podía cobrar por verla sonreír. Su amigo el cirujano plástico brasileño Ivo Pitanguy mintió piadosamente sobre su nariz y se la respingó.
Pocón de maquillaje sobre su rostro de porcelana: lápiz labial y unos polvos Chanel (porque los de Eizabeth, Arden, según el anónimo chiste). He ahí todo lo que se aplicaba para aumentar su glamour que sacaba de la ropa a los cacaos de entonces.
Eran los años setenta y la diva taconeaba duro en el mundillo de la televisión y de la radio. Era una apasionada del arte, la política y la economía. Sabía cómo andaba la bolsa de Nueva York. Fumó tabaco para “épater” a su entorno. De pronto tenía aires de “La Doña”, María Félix, “tan bella que hacía daño”, al decir de Jean Coteau. Sólo le faltó escupir en el suelo. Eso no rimaba con su glamour.
Se casó dos veces, una de ellas con el amor de su vida, David Stivel. Como el che David prefirió a María Cecilia Botero, Virginia pasó a ser una nota de pie de página en su vida. Se abstuvo de tener hijos para no echar a perder su figura de vedete.
La ecología fue una las niñas mimadas de sus ojos. Vivió un año en Islas del Rosario que salían con el color de sus ojos miopes.
Su temprana miopía la hacía aparecer como engreída que sólo veía a quien le interesaba. Calumnias de la oposición.
Compartíamos trasnochadas con ella en el noticiero de televisión de Alberto Acosta. Otros compañeros eran Amparo Pérez, Yamid Amat, el pastor Darío Silva, Nacho Ramírez, el chiquito César Fernández.
(Lo que vinimos a saber mucho después, frente al pelotón de fusilamiento de la vejez, es que Virginia a veces dejaba cuidando y barriendo al apartamento a Pablo Escobar).
VV fue el arma secreta de Acosta para mantener despiertos a los reporteros y a los televidentes de medianoche. ¿Telepronter para leer noticias o informes? Nunca. El telepronter lo llevaba en su talento y en su privilegiada memoria. Además, no se había inventado,
Era incumplida, luego existía. En el noticiero le daban los titulares y ella se encargaba del resto. Era voraz lectora de revistas. Y una improvisadora feliz con una vez que alborotaba la libido.
En sus ratos de ocio, esta bella durmiente que tenía en el sueño prolongado uno de sus grandes secretos, animaba la noche bogotana con sus encantos, su dulzura y su elegancia.
La coyuntura de trabajar juntos en televisión me daba puntos ante mis colegas reporteros que chorreaban la baba. La envidia es mejor provocarla. Dicen.
Alguna vez nos tocó hacer una transmisión juntos desde el Congreso. Pues bien: ese día se multiplicaron mis amigos congresistas. Todos me lagartiaban para que les presentara a Virginia. Me abstuve … porque ella escogía a voluntad.
Amaba el poder más que a sí misma. Tal vez allí esté la explicación de sus devaneos con narcos. No necesitaba de malas compañías pero algo tenía que adicionarle a su propia leyenda.
Hace tiempos me prometí gastarme parte de la quincena comprando sus memorias. De las ganas no he pasado ¿Será que revela, con nombres y apellidos, las amistades políticas, periodísticas y de todo orden que frecuentaban a Pablo, y le ordeñaban parte de sus millones ganados en el nefasto negocio de la droga? En esas memorias aspiro al más absoluto de los olvidos. (Estas líneas han sido ampliadas, de pronto corregidas. pero sí aumentadas).


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